14 de marzo de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- La ira y la misericordia del Señor serán manifestadas en el exilio y en la liberación del pueblo (2 Crón 36, 14-16. 19-23)
- Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti (Sal 136)
- Muertos por los pecados, estáis salvados por pura gracia (Ef 2, 4-10)
- Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3, 14-21)
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Como
Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado
el Hijo del hombre, para que el que crea tenga en él vida eterna. El evangelio de
hoy remite a un episodio del peregrinar de Israel por el desierto camino de la
tierra prometida, cuando los israelitas murmuraron contra Dios y contra Moisés
diciendo: “¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues
no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de ese manjar miserable (= el
maná)” (Nm 21,5). Este pecado de increencia,
de falta de fe en el plan de Dios, en
su designio salvífico, hizo que el Señor enviara unas serpientes venenosas que
mordían a los israelitas; entonces Moisés intercedió por ellos y el Señor le
mandó construir una serpiente de bronce puesta sobre un mástil “y si una
serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con
vida” (Nm 21,9).
Este episodio tiene un profundo
significado: es como una explicación del pecado original y como una profecía de
Cristo elevado en la cruz. Por un lado nos recuerda que estamos heridos por la
mordedura de “la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor
del mundo entero”, como dice el Apocalipsis (Ap 12,9), y que esa mordedura ha
inoculado en nosotros el veneno de la increencia, de la duda, del cansancio, de
la deserción de nuestra adhesión al plan de Dios (porque se realiza por caminos
‘desagradables’). Por otro lado nos anuncia que hay un remedio para ese mal y
que ese remedio es la fe en Dios: en
vez de mirarnos a nosotros mismos y a nuestras condiciones reales de vida,
mirar a Otro, mirar a Dios, mirar a Cristo elevado sobre el mástil de la cruz.
Pues el rito de mirar a la serpiente de bronce no salvaba a los hebreos de
manera mágica, sino a causa de su significación simbólica que era precisamente
ésta: apoyarse en Otro, recurrir a Dios. Así lo explica ya el Antiguo
Testamento, en el libro de la Sabiduría: “el que a ella se volvía, se salvaba,
no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos” (Sb 16,7).
¿Por qué “es necesario”, como afirma
Jesús, que Él sea crucificado para que se realice el plan de Dios? Porque el
veneno de la desconfianza en Dios, de la increencia, que la serpiente ha
inoculado en los hombres, sólo puede ser sanado haciendo ver que Dios no es tal
como dice la serpiente, sino que Dios es Amor (1Jn 4,16). La serpiente le dijo
a nuestra madre Eva que Dios era un ser envidioso de nuestra posible felicidad,
un ser que nos mira como a ‘rivales’ a los que él tiene que humillar para dejar
muy claro que el más poderoso es él: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios
sabe muy bien que el día que comiereis de él (= el árbol prohibido), se os
abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn
3,4-5). Y la única manera de arrancar de nuestra sangre este veneno de la
sospecha y la desconfianza hacia Dios es mostrar que Dios es Amor y que lo
sigue siendo incluso cuando el hombre lo hiere, lo desprecia, lo insulta, lo
ridiculiza y lo mata. Porque incluso entonces Él sigue amándonos. Y eso es la
cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen” (Lc 23,34). O como
dice san Pablo: “en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un
hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que
Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 7-8). Por
eso “era necesaria” la cruz: para curarnos de la desconfianza y del
resentimiento que la serpiente ha puesto en nosotros.
Pero para que esa curación sea
efectiva es imprescindible la fe, que aquí se describe como un mirar a Cristo en vez de seguir
mirándome a mí mismo. Mirar a Cristo en
la cruz significa que yo me des-centro de mí mismo y me centro en Él, que
acepto mirarme a mí mismo, y a los demás, y a toda la realidad desde Él, con la mirada de Él, tal como
Él nos mira desde la cruz. Y así nace en mí un hombre nuevo. “Padre, ¿cómo
puedo perdonarme a mí misma?” me preguntó una vez una mujer. “Apoyándote en
Cristo, mirándote a ti misma con la mirada con la que te mira Él”, le respondí.
“Mirarán al que traspasaron”, profetizó Zacarías (Za 12,10). El hombre nuevo
depende de la orientación de la mirada, como ocurrió cuando Pedro caminaba
sobre las aguas: mientras miraba a Cristo, el milagro era posible; en cuanto
empezó a mirar la fuerza del viento y la violencia de las olas, se hundió (Mt
14,23-33).
Hay un extraño misterio que se opone a la fe: que los hombres prefieren las tinieblas a la luz porque sus obras son malas. La luz es el Amor de Dios; las tinieblas son el egoísmo atroz que llevamos dentro. El Señor nos avisa para que lo controlemos, para que no le permitamos que nos lleve a hacer el mal y a odiar a la luz. Quien ama la luz llama mal al mal, pecado al pecado, asesinato a lo que es un asesinato; quien ama las tinieblas es capaz de llamar a todo eso “derechos”, como ocurre en el aborto. Que el Señor nos conceda la humildad de la luz: mejor es reconocernos pecadores que negar que hemos pecado.