Ser uno mismo

¿Quién soy yo? Esta es una de las preguntas más difíciles de responder. Porque no se trata de averiguar cómo soy yo, sino de percibir quién soy yo, es decir, mi identidad única e irrepetible, y eso es un misterio que sólo se nos desvelará cuando el Señor, en su infinita misericordia, nos entregue la piedrecita blanca en la que está grabado “un nombre nuevo que nadie conoce sino el que lo recibe” (Ap 2, 17). Ese nombre nuevo es el que define mi verdadera identidad, la que Dios me confió como llamada y tarea, la que he ido realizando a tientas durante mi vida terrena y la que, finalmente, el Señor me ha regalado.

Es muy importante ser fiel a la misión que Dios le ha confiado a cada uno. Lo expresa Newman en uno de sus sermones: “Yo he sido creado para hacer o para ser algo para lo cual ningún otro ha sido creado; yo ocupo en los consejos y en el mundo de Dios un lugar que no ocupa ningún otro; tanto si soy rico como si soy pobre, si soy estimado o desdeñado por los hombres, Dios me conoce y me llama por mi nombre. Dios me ha creado para un determinado servicio; me ha confiado un trabajo a realizar que no ha confiado a ningún otro. Tengo que realizar una misión cuyo sentido no descubriré quizás mientras esté en este mundo, pero que descubriré en el otro. Yo soy de cierta manera necesario a sus planes, tan necesario en mi lugar como un arcángel en el suyo (…) En la gran obra de Dios yo tengo que desempeñar un papel; yo soy un eslabón, un vínculo entre personas. No me ha creado para nada. Yo haré el bien, yo ejecutaré la tarea que me ha encomendado” .

Soy responsable, en concreto, de mi espera del Señor. Es lo que nos enseña la parábola de las diez vírgenes (Mt 25, 1-13). Las lámparas de aceite sirven para iluminar y, por lo tanto, para velar. Soy responsable de mi lámpara de aceite, de que no le falte aceite a mi lámpara, porque si le falta no podré velar más tiempo y la parábola insiste -véase su final- en la importancia de velar. Cada virgen es personalmente responsable de su propia vela y si desfallece en su vigilia nadie la podrá sustituir, nadie podrá ocupar su lugar. Por lo tanto la lección es clara: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora”: cada discípulo es responsable de su espera del esposo y no puede delegar esa responsabilidad personal en los otros.

Pero las lámparas de aceite tienen también otro significado si las relacionamos con Mt 5, 14-16: “Vosotros sois la luz del mundo (…) No se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Las lámparas encendidas simbolizan, pues, las buenas obras que los discípulos de Cristo debemos realizar. Con lo que la parábola no so lo nos diría que hemos de velar, sino cómo debemos hacerlo: realizando buenas obras, y la falta de aceite de las vírgenes necias significaría la ausencia de buenas obras. San Pablo nos enseña lo mismo cuando escribe: “No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo vendrá la cosecha si no desfallecemos. Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe” (Ga 6, 9-10).

Viene al caso el comentario de san Cesáreo de Arles a este evangelio: “A menudo decimos: ‘¡Ojalá yo estuviera en la hora de mi muerte como estaba recién bautizado!’ Ciertamente es una buena cosa que un hombre se encuentre, el día del Juicio, purificado de todos sus males; pero sería un mal grave si no hubiera progresado en las buenas obras… Porque para quien ha tenido una larga vida, con tiempo para hacer el bien, no basta con que se haya abstenido de hacer el mal, si se ha abstenido también de hacer el bien. Decidme pues: si un hombre ha plantado una viña, ¿quisiera encontrarla al cabo de diez años tal como la plantó? Si le nace un hijo, ¿le gustaría verlo, al cabo de cinco años, tal como estaba recién nacido? A nadie le gusta ver que su viña, su olivar, su hijo, no hace ningún progreso; pues igualmente deberíamos sentirnos desolados si desde nuestro bautismo no hemos hecho ningún progreso. Pensemos que nuestro Señor, él también, desea y espera de nosotros que su pueblo cristiano produzca frutos”.




Autor: Alain-Marie DE LASSUS
Título: Attendre la venue du Christ. Un défi pour l´espérance
Editorial: Salvator, Paris, 2022, (pp. 95-99; 106-107)