XXX Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto  

29 de octubre de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Si explotáis a viudas y a huérfanos, se encenderá mi ira contra vosotros (Ex 22, 20-26)
  • Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza (Sal 17)
  • Os convertisteis, abandonando los ídolos, para servir a Dios y vivir aguardando la vuelta de su Hijo (1 Tes 1, 5c-10)
  • Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22, 34-40)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf


La pregunta que le hacen hoy al Señor en el evangelio tiene pleno sentido dentro del judaísmo, donde hay 613 preceptos -entre mandatos y prohibiciones- que constituyen la Torah, La Ley de Dios, que el judío piadoso tiene que cumplir. ¿Cuál es el más importante de todos estos preceptos, aquel en cuya observancia está Dios más interesado, aquel que, en cierto modo, nos da la clave de todos los demás?

La respuesta del Señor empieza con una palabra: amarás. Con ello ya se nos está diciendo que la clave de todos los preceptos es el amor. “Amor” es una palabra que nosotros asociamos inmediatamente al sentimiento, a la afectividad. Sin embargo, conviene recordar que, el amor, en la Biblia, designa, ante todo, una decisión de vincularse a alguien, a quien se le conceden, por esa vinculación, unos derechos sobre uno mismo, y a los actos concretos que alimentan esa decisión: amar es hacer alianza con aquel a quien se ama. Y “hacer alianza” significa unir mi destino al destino de otro y saber que, a partir del momento en que he sellado una alianza, yo puedo contar siempre con esa persona, para caminar hacia mi destino, como ella puede contar conmigo para caminar hacia el suyo.

El Señor nos recuerda que Dios ha hecho alianza con nosotros y que la fidelidad de Dios a esa alianza es tan grande que la única actitud correcta por parte nuestra es la de amarle “con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Efectivamente, la fidelidad de Dios a la alianza que ha hecho con nosotros es tan grande que llegará hasta la Cruz, hasta la entrega de su propio Hijo en la Cruz. Nadie nos ha amado tanto como Él, y por eso Él merece el amor “total” (“con todo tu…”) que Cristo nos recuerda.

Pero ¿cómo podemos “amar” a Dios? ¿Qué le podemos dar nosotros que Él no posea ya de antemano? El reconocimiento de su presencia, de su compañía, de su acompañamiento en nuestro caminar. Lo que le podemos dar a Dios es vivir nuestra vida sin dudar nunca de que él camina con nosotros, de que Él está siempre cerca de nosotros y de que nos está siempre amando. Vivir nuestra vida sabiéndonos acompañados por Él, aunque nuestra vida sea un infierno. Amar al Señor es decirle “Tú no tienes culpa de nada”, “Tú no me debes nada” y darle gracias por su compañía.

“Llamó a los que él quiso (…) para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). El primer objetivo de la elección que hace Cristo de los Doce es para que estuvieran con él: Dios quiere nuestra presencia, nuestra compañía, y por eso, la manera de amarle, de reconocer su amor, es dársela. Y eso, queridos hermanos, es la oración: el tiempo que yo le doy a Dios para que Él, misteriosamente, disfrute de mi compañía. Porque Él me ha elegido, en primer lugar, para que “esté con Él”. Así se empieza a cumplir el primer mandamiento.

Y puesto que Dios te ha amado, haciendo alianza contigo, sin que tú lo merecieras -“por pura gracia estáis salvados” (Ef 2,5)-, haz tú también alianza con todos los hombres, aunque no lo merezcan. Comprométete con ellos, con su caminar; que ellos puedan contar contigo para alcanzar su destino (que, al igual que el tuyo, es Cristo). “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”: querrás su propia realización como quieres la tuya, desearás su plenitud como deseas la tuya.

Y de nuevo aquí no hay que confundir el amor con la afectividad, con los sentimientos. Para poder amar bien al prójimo hay que percibirlo a la luz de la Verdad, que es Cristo. Por eso escribe san Pedro: “Por la obediencia a la verdad habéis purificado vuestras almas para un amor fraternal no fingido; amaos, pues, con intensidad y muy cordialmente unos a otros” (1 Pe 1,22-23). Es la “obediencia a la verdad”, es decir, el amor a Dios, que es la Verdad, la que purifica nuestra mirada para ser capaces de un amor fraternal no fingido.

Que el Señor nos conceda ser hombres y mujeres de oración y ser obedientes a la verdad; para que cumplamos estos dos mandamientos “que sostienen la Ley entera y los Profetas”. Amén.