XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

5 de noviembre de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Os habéis separado del camino recto y habéis hecho que muchos tropiecen en la ley (Mal 1, 14b - 2, 2b. 8-10)
  • Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor (Sal 130)
  • Deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas (1 Tes 2, 7b-9. 13)
  • Ellos dicen, pero no hacen (Mt 23, 1-12)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El evangelio que acabamos de escuchar nos describe, queridos hermanos, el estilo que el Señor quiere que exista entre nosotros, sus discípulos. Para ello el Señor empieza por criticar a los letrados y fariseos, por decirnos lo que no le gusta de ellos, de su manera de actuar. Pero la finalidad de esta crítica es, obviamente, proponernos otro estilo, otra manera de ser y de actuar. Tres son las críticas que el Señor hace a los letrados y fariseos:

1) Que su vida no es coherente con su doctrina. Con ello el Señor nos indica que espera de nosotros que nuestra vida sea coherente con la verdad que profesamos en nuestra fe. Pero al mismo tiempo nos enseña, como subraya San Jerónimo (ss. IV-V), que debemos saber apreciar la verdad aunque sea proclamada por personas que no son coherentes con ella. El Señor dice, en efecto: “haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen”. No hay que negar una verdad, porque quien la proclama no sea coherente con ella: Los medievales -que eran cristianos- decían: “La diga quien la diga, la verdad procede siempre del Espíritu Santo”.

2) Que no ayudan a las personas a vivir según la verdad. El Señor critica así la actitud de quienes no hacen más que proclamar la verdad, pero sin ayudar al prójimo a vivirla. Es la actitud de los sempiternos moralistas, que nos dicen lo que está bien y lo que está mal, lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer, pero que no son capaces de echarnos una mano para hacer el bien y evitar el mal. El Señor, en cambio, espera de nosotros que seamos hombres y mujeres que saben echar una mano, ayudar a los demás a vivir según la verdad y el bien. Es muy fácil condenar el aborto (y hay que hacerlo); pero lo que el Señor quiere es que ayudemos a la chica que está embarazada a tener a su hijo.

3) Que todo lo que hacen es para que los vea la gente. El Señor critica la vanidad, la hinchazón del ego, el querer cultivar una imagen de sí mismo, el vivir para la imagen -en vez de para la verdad-, el estar obsesionado por el reconocimiento social, como si en ello nos fuera la vida, cuando en realidad “nuestra vida está escondida con Cristo en Dios” (Col 3,3). Cada uno de nosotros tiene que realizar una opción espiritual profunda: tiene que elegir entre querer recibir su vida de la sociedad o de Dios.

A continuación el Señor nos sigue diciendo, en un tono más positivo, lo que espera de nosotros: “Vosotros, en cambio”. Las palabras del Señor suponen, implícitamente, que, en el grupo de los suyos, es decir, en la Iglesia, alguien tendrá que hacer de maestro, de padre y de jefe; y sus palabras están dirigidas, especialmente, a ellos. El Señor espera de sus discípulos que, cuando tengan que encarnar alguna de estas funciones, lo hagan de tal manera que se vea claramente que ellos sólo son representantes de Otro, del Señor, que es el único y verdadero Maestro, el único y verdadero Padre y el único y verdadero Señor. Así lo hizo San Pablo, que no tuvo inconveniente en llamarse a sí mismo “doctor de los gentiles” (1 Tm 2,7), pero que ejerció su magisterio de tal manera que se veía claramente que era Cristo, el único Maestro, quien enseñaba a través de él. Por eso los monjes cristianos, como recuerda San Jerónimo, no tuvieron inconveniente en llamar “padre” (abba, ‘abad’) al director espiritual, porque se trataba de un hombre que no se afirmaba a sí mismo, que no se ‘reproducía’ a sí mismo, sino que, a través de él, era Dios Padre quien se hacía presente, quien se transparentaba y quien imprimía la imagen de su único Hijo en los hombres.

Todo esto significa, hermanos, que el que ejerce estas funciones en la Iglesia, es decir, el Papa, los obispos y los sacerdotes, tiene que ser tanto más discípulo cuanto más maestro sea, tanto más hijo cuanto más padre sea, y tanto más súbdito cuanto más tenga que gobernar.

Pero no pensemos que está palabra de hoy va dirigida únicamente a la jerarquía de la Iglesia. Porque todos, de una manera o de otra, somos maestros, padres y jefes, puesto que siempre hay algunas personas que nos toman como referencia -en la familia, en el trabajo, en la amistad-, que nos miran como buscando en nosotros una luz para su obrar.

Todos, en la Iglesia, tenemos que aprender y que obedecer, tal como ocurría en la Sagrada Familia de Nazaret, donde quien más autoridad tenía (Jesús) era quien más obedecía (tanto a María como a José), quien más podía enseñar, porque era la Sabiduría de Dios hecha carne, sin embargo aprendía de José y de María, y quien más encarnaba la paternidad de Dios Padre, porque era la “imagen de Dios invisible” (Col 1,15), se comportaba como el hijo de María y de José, “el hijo del carpintero” (Mt 13,55). Que el Señor nos conceda a todos, a cada cual según su vocación y estado, este mismo estilo.