El silencio


Sólo después de haber escuchado “la voz de un fino silencio” (1R 19, 11-12) –según la traducción literal del hebreo- fue cuando Elías se cubrió el rostro con su manto y salió al encuentro de Dios. Y fue entonces, solamente entonces, cuando el Dios vivo y verdadero se puso a hablar con él. Esta voz en el límite del silencio, este silencio habitado por la presencia divina, abrió el oído del profeta de fuego a la palabra de Dios. Aunque la historia de Israel es rica en teofanías espectaculares, Dios prefiere manifestarse dulcemente, en la oscuridad, en la intimidad de un corazón que está al acecho, atento y despierto. En ese estuche cerrado que es el silencio, su Palabra puede nacer y surgir, hacerse viva y ser “más eficaz y más incisiva que una espada de dos filos” (Hb 4, 12).

Los ascetas, las vírgenes y los locos en Cristo, los monjes y las monjas de todos los tiempos han buscado a Dios en el silencio, en la soledad de los lugares áridos o de los bosques, en las montañas o en las celdas, respondiendo a la invitación del Señor: “Te conduciré al desierto y te hablaré al corazón” (Os 2, 14). Una invitación tanto más urgente cuanto que los tiempos se han cumplido: “¡Silencio delante del Señor Dios, porque el día del Señor está cerca!” (So 1, 7). Jesús mismo vivió cuarenta días solo con el Solo y, a lo largo de su vida púbica, se escapaba frecuentemente, lejos de las muchedumbres e incluso de sus amigos, para sumergirse en un corazón a corazón con su Padre. Y nos dio este consejo: “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt 6, 6).

¿Qué consejo daríais a alguien que quiere encontrar a Dios?, me preguntaron un día. Para mí la respuesta fue evidente: que se atreva a hacer silencio. Tener la audacia de salirse de la jungla de nuestra sociedad hiperconectada, el coraje de liberarse, aunque sea por un momento, de esa droga que es el ruido. Una droga dura que tranquiliza y da seguridad al hombre moderno, pero anestesiándolo y matándolo a fuego lento ya que, a base de vivir fuera de sí mismo, volcado hacia el exterior, corre el riesgo de perderse en el torbellino de las distracciones, de ahogarse en ellas. Abba Rufo dijo: “Un agua con barro no se purifica si es incesantemente removida”. Y san Bernardo: “Dios no habla a quienes viven fuera de sí mismos”.

Ciertamente el silencio puede dar miedo. Es en verdad terrible en la medida en que hace subir a la superficie lo que preferiríamos que permaneciera oculto e ignorado. Pues el silencio permite descubrir el caos interior y, muy a menudo, el vacío abismal que llevamos dentro. Pero es precisamente ahí, en ese lugar preciso del corazón, donde Dios nos espera.



Autor: Alexia VIDOT
Título: Comme des coeurs brûlants. L’extraordinaire témoignage des convertis
Editorial: Artège, Paris, 2021, (pp. 50 ; 52-53).