La comunión de los santos


1. El sentido sacramental originario.

El sentido originario de la expresión “comunión de los santos” es sacramental. La expresión hace referencia a las dos realidades sacramentales mayores, el bautismo y la eucaristía, para designar la comunidad de todos aquellos que participan del bautismo y de la eucaristía, de las “cosas santas” (los dones santos, los acontecimientos santos) que nos llegan a través de estos sacramentos. “Santos” son, pues, los que participan de las “cosas santas”, y la “comunión de los santos” se visibiliza en cada celebración de la eucaristía, aunque transciende, con mucho, a quienes están físicamente presentes en ella y abarca a todos aquellos que participan de estos bienes santos: Acuérdate, Señor, de tu Iglesia extendida por toda la tierra (...) Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron en la esperanza de la resurrección (...) y así, con María, la Virgen Madre de Dios, los apóstoles y cuantos vivieron en tu amistad a través de los tiempos, merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna (PE II). Como se ve la “comunión de los santos” transciende las fronteras del mundo visible, del tiempo y de la muerte para abarcar a todos aquellos que ya están en el cielo con el Señor glorificado.

La comunión de los santos no se fundamenta, por lo tanto, en la naturaleza humana común a todos los hombres, que nos constituye en una comunidad natural, sino en la recepción de unos dones que no nacen de la carne ni de la sangre, sino de Dios (Juan 1,13). Pues la comunión de los santos no es otra cosa sino la comunión del cuerpo de Cristo en el sentido pleno de la expresión: por la recepción del cuerpo (eucarístico) de Cristo somos pro-vocados a una entrega total y sin condiciones a los demás, a convertir nuestra vida en una ofrenda entregada, al igual que la sangre del Señor, “por vosotros y por todos los hombres”. La venida del Señor a la asamblea eucarística persigue la comunión con Él y la comunión de todos los participantes entre sí: La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan (1ª Corintios 10,16-17). San Agustín decía: “sed lo que veis y recibid lo que sois”. Pablo criticó duramente a los corintios por haber bloqueado el dinamismo de esta comunión: Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga (1ª Corintios 11,20 -21).

2. El don recibido y el don compartido.

La obra que la venida sacramental del Señor quiere realizar en nosotros consiste en la transformación de la multitud de individuos en esa comunión de hermanas y hermanos que es la comunión de los santos. El Espíritu Santo al entregarnos el cuerpo eucarístico de Cristo (epíclesis), nos santifica en la santidad de Jesús, comunicándonos su misma vida. Es, pues, una misma vida la que, a partir de Cristo resucitado y glorificado, circula por todo el único cuerpo del Señor, una parte del cual está en el cielo y otra en la tierra. Sólo hay un único Cristo, como sólo hay un único cuerpo de Cristo y un único Espíritu que lo vivifica derramándose como caridad en los corazones, para que sólo exista una única alabanza de gloria al único Dios y Padre.

De ahí que cada vez que los cristianos se reúnen para celebrar la eucaristía, aunque su asamblea sea pequeña o pobre o viva en la diáspora, se hace presente la única Iglesia de Cristo (Lumen Gentium 26). Porque el sujeto de la liturgia es siempre el único sacerdote, a saber Jesucristo, pero el Cristo total, cabeza y miembros (Sacrosanctum Concilium 7). Por eso en cada celebración eucarística, de modo invisible pero real, están presentes todos los que están con Cristo, es decir, los santos ángeles y todos los santos, que son inseparables de él y que se acercan a nosotros, permanecen con nosotros y viven en nosotros, en la misma medida en que nosotros nos acercamos a Cristo, permanecemos con Él y vivimos en Él.

3. La vida trinitaria paradigma de la comunión de los santos.

El fundamento último de la comunión de los santos es, pues, la vida divina que, el Espíritu Santo reparte entre nosotros, al repartirnos el cuerpo de Cristo. Ahora bien, esa vida divina es la vida misma de la Trinidad, que es un misterio de unidad en el que las tres divinas personas viven completamente “para el otro”: el Padre sólo es Padre en el movimiento por el que “se vacía” en el Hijo; el Hijo sólo es Hijo en su contemplar al Padre del que procede; y el Espíritu sólo es Espíritu como vínculo eterno de amor y de unidad entre el Padre y el Hijo. Ello significa que, en la medida en que se va entrando en la comunión de los santos, se va entrando en un dinamismo por el cual la propia existencia se va concibiendo y se va produciendo como “ser-para-los-otros”, como progresivo olvido de la preocupación por si mismo y por la propia realización, y como entrega cada vez más incondicionada de la propia vida a los demás. La comunión de los santos significa, pues, que podemos existir, vivir, obrar y sufrir los unos por los otros. Tal es el movimiento que la recepción de la caridad de Dios provoca en nuestra vida.

4. Vivir la comunión de los santos.

a) No tener proyecto sino vocación.

La comunión de los santos no se realiza como proyecto personal por el cual uno decide entregar su vida en favor de los demás, sino que arranca de una pasividad fundamental, por la que uno se deja desposeer de la propia vida, consintiendo en que sea Dios mismo quien disponga de ella en favor de los demás. Entonces la propia vida recibe lo que la Biblia llama fecundidad. Pero la noción bíblica de fecundidad arranca de una situación vital en la que el individuo ha consentido libremente en una expropiación de la propia vida, que es, en verdad, una “muerte”: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto (Juan 12,24).

b) Dar a fondo perdido.

Vivir la comunión de los santos supone aprender a darse sin llevar cuentas, a perder-se, a entregarse sin pretender controlar la fecundidad de esa entrega. Es como un círculo abierto, nunca cerrado, en el cual es imposible saber adonde va a parar la propia entrega. A propósito de los milagros de Jesús se dice que una fuerza ha salido de él (Marcos 5,30; Lucas 6,19; 8,46); y Jesús se comporta como si no supiera sobre quien ha ido a recaer. Tal es la comunión de los santos y sólo la pueden vivir los que están dispuestos a perder, o mejor dicho, a prescindir del cálculo de ganancias y pérdidas. En realidad ese cálculo es imposible para el hombre pues el paso entre los que pierden y los que ganan es tan insensible que no se puede trazar una frontera precisa. Saber hasta dónde llega la fecundidad de uno cualquiera de los santos, es un secreto que sólo Dios puede conocer.

c) Amar más al conjunto que a si mismo.

La vida común que circula por todos los santos y que constituye su comunión es el Espíritu Santo recibido en el bautismo y en la eucaristía: Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo (...) y todos hemos bebido de un solo Espíritu (1ª Corintios 12,13). La presencia y la acción del Espíritu Santo confiere a los miembros de la comunión de los santos un amor y una preocupación por el conjunto, del cual forman parte, superior a la preocupación por sí mismos. El conjunto es el Cristo total, en cuya cabeza habita la Plenitud de la Divinidad (Colosenses 2,9), y de la que recibe cada miembro su propia plenitud, pues, como afirma San Juan de su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia (Juan 1,16). Ningún miembro del cuerpo humano lleva una vida independiente de los demás miembros, sino que sólo puede vivir vinculado al conjunto del cuerpo, que es superior a él y a cuyo servicio se encuentra. Vivir la comunión de los santos significa la imposibilidad de pensarse y proyectarse a sí mismo fuera de esta comunión y de este conjunto y aprender a hacerlo como miembro del mismo.

d) Una riqueza que nos hace pobres.

Vivir la comunión de los santos significa vivir en la comunicación de una riqueza inagotable que es como una fuente siempre desbordante, de la que podemos beber ininterrumpidamente. Esa fuente desbordante es lo que se conoce como “el tesoro de la Iglesia”, y consiste en la fecundidad incalculable de todos aquellos que se entregan a Dios de manera total, en su ser y en su tener, para el servicio de los hermanos. Cristo es el primero de todos ellos, seguido de María cuyo sí incondicional a Dios posee una fecundidad que alcanza a todos. La contemplación de esta fecundidad produce en nosotros un doble efecto: por un lado nos hace comprender nuestra pobreza, reconocer que hemos recibido mucho más de lo que hemos dado, mientras que, por otro lado, nos obliga a comprender que no debemos menospreciar la fecundidad que Dios quiera dar a nuestra vida, cualquiera que sea la pequeñez y la limitación en que nos encontremos. Hay personas que piensan que si no pueden “hacer” nada ya no poseen ninguna fecundidad; pero esto es rigurosamente falso. Pues aunque uno sea muy anciano, o esté en la cárcel, o enfermo, la aceptación y el ofrecimiento incondicional de su situación, puede ser fuente de una gran fecundidad de la que otros se beneficiarán. Al fin y al cabo el acto más fecundo de Cristo fue su muerte en la cruz, vivida en una impotencia y en una pasividad totales. Y es que, en realidad, sólo el pobre puede dar; el don sólo es fecundo cuando brota “de la propia indigencia”, como dijo Jesús de la viuda pobre (Marcos 12,44).