Navidad (Misa de medianoche)

15 de agosto 

25 de diciembre de 2023

(Ciclo B - Año par)





  • Un hijo se nos ha dado (Is 9, 1-6)
  • Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor (Sal 95)
  • Se ha manifestado la gracia de Dios para todos los hombres (Tit 2, 11-14)
  • Hoy os ha nacido un Salvador (Lc 2, 1-14)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
Queridos hermanos: ¿Cuál es el misterio que estamos celebrando? NO celebramos ciertamente el solsticio de invierno, ni los paisajes nevados, ni un vago y genérico “espíritu de la Navidad”, ni unos sentimientos filantrópicos de simpatía y bondad para todos, SINO el nacimiento en la carne del Hijo único de Dios. Es este acontecimiento histórico, realmente acontecido, lo que celebramos hoy. Es este hecho, que es el único, por cierto, que puede fundamentar unos sentimientos de bondad y de misericordia para con todos los hombres, y sobre todo de esperanza de salvación para todos.

Este hecho consiste en que “un niño nos ha nacido, un hijo de nos ha dado”, como afirma el profeta Isaías en la primera lectura de hoy. Cuando nace un niño, sus padres descubren inmediatamente, con sorpresa, que ese hijo que ha venido al mundo a través de ellos, a través de su abrazo de amor, es otro, es distinto, es un sujeto humano diferente, en el que ya se vislumbran formas y criterios propios, independientes de los de sus padres. Aunque su existencia misma depende todavía por completo del cuidado de sus padres para subsistir, sin embargo ya muestra claramente su alteridad, su ser-otro.

En el caso de Jesús, que no procede del abrazo de sus padres, sino directamente de Dios, porque Él es el Hijo único de Dios que se ha hecho hombre en el seno virginal de María, esta alteridad se marca con una fuerza inconmensurable: Él es el Otro por excelencia, y por eso mismo nos trae la salvación. La salvación, hermanos, no viene del hombre; el hombre no se puede salvar a sí mismo. Ningún producto humano salvará a los hombres: no será la ciencia, ni la tecnología, ni la cultura, la que salvará al hombre, sino tan sólo este Niño cuyo nacimiento estamos celebrando. La ciencia y la técnica podrán añadir algunos años a la vida del hombre en la tierra; la cultura podrá llenar esos años de actividades significativas; pero sólo este Niño será capaz de llenar esos años de vida eterna, de la única vida que ha vencido a la muerte, y que es la Suya, la vida de la que Él vive en comunión con el Padre y con el Espíritu Santo, la vida divina.

Nos ha nacido un niño, no un libro, ni un programa, ni un código ético: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”. La salvación no llega a nosotros a través de unas ideas, o de unas acciones, o de unas obras de filantropía. La salvación se nos ofrece en un niño, y sólo quien acoja a este Niño, cuyo nacimiento celebramos hoy, podrá alcanzarla. Acoger a un niño es algo muy exigente, que termina por cambiar nuestra vida por completo. Porque es acoger una fragilidad extrema -nada hay tan frágil como un bebé- y decir: “quiero que seas”, y poner todo el empeño y toda la vida al servicio de que ese niño sea, exista, crezca. Dios viene a nosotros como un niño. Y hace falta que cada uno de nosotros lo acoja, lo deje existir y le ayude a crecer en la propia vida. Para lo cual es imprescindible que uno aparte de su vida todo aquello que pueda dañar a ese niño, todo aquello que hace incompatible su presencia en mi vida. Y eso es el pecado. “Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres, enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa”, nos ha recordado el apóstol en la segunda lectura, haciéndose eco de lo que este Niño proclamará cuando ya sea un hombre adulto: “no podéis servir a dos señores: no podéis servir a Dios y al dinero” (Lc 16,13), ni a ningún otro ídolo.

Por eso hemos de aprender, en medio de esta sociedad de bienestar y consumo, a vivir con sobriedad, a mostrar a todo el mundo que la felicidad, la alegría y la paz del alma, no dependen de las posibilidades adquisitivas, sino de la belleza que irradia el rostro bendito de Jesús que hemos acogido en nuestra vida y que constituye nuestro tesoro más grande: “¡Oh Jesús, mi único tesoro!” decía Santa Teresita en una de sus oraciones.

Es importante, hermanos, que se vea que somos el pueblo y la familia de este Niño, el pueblo y la familia de Jesús. Que lo que a nosotros nos interesa es que Él sea conocido, amado, acogido por todos. Que no tenemos otro interés ni otra función en la historia humana. Que nuestra misión no es política, ni cultural, ni económica; que no somos una fundación benéfica ni una O. N. G.: somos el pueblo y la familia de Jesús, sus hermanos nacidos “no de la carne, ni de la sangre, sino de Dios”, porque “hemos creído en Él”. Somos su Cuerpo, el lugar de su presencia y su acción en el mundo, el lugar donde resplandece la luz de su rostro: “Y todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos” (2Co 3,18), para que la luz del rostro de Cristo alcance a todos los hombres. Amén.