XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

1 de octubre de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Cuando el malvado se convierte de la maldad, salva su propia vida (Ez 18, 25-28)
  • Recuerda, Señor, tu ternura (Sal 24)
  • Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús (Flp 2, 1-11)
  • Se arrepintió y fue. Los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios (Mt 21, 28-32)
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Dos grandes verdades nos enseña el Señor, queridos hermanos, con esta pequeña parábola. En primer lugar que la fe es una obediencia, que creer es obedecer, es fiarse tanto de Dios, que concedo más peso a lo que Él me dice que a lo que mis propios ojos están viendo y mis manos palpando; y entonces consiento en que mi obrar sea determinado por Su palabra, hago lo que Él me indica, independientemente de lo que yo vea o sienta.

Los publicanos y las prostitutas hicieron lo que Dios les decía por boca de Juan el Bautista, es decir, cambiaron de vida. Si ellos “preceden” en el camino del Reino de Dios a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, no es porque Dios arbitrariamente los prefiera a ellos, pasando por encima de su modo de vida, sino porque, obedientes a la palabra de Dios, ellos cambiaron de vida. Para caminar hacia el Reino de Dios hay que “hacer” algo, hay que obedecer a Dios y realizar lo que Él nos pide que realicemos. Lo cual supone siempre un cambio de vida, un abandonar una determinada manera de vivir. Mateo, que es el único evangelista que escribe esta parábola, sabía bien lo que decía; porque él había sido un publicano, y para seguir a Jesús tuvo que dejar ese modo de vida, tuvo que abandonar el mostrador de la recaudación de impuestos y empezar a vivir de otra manera.

Todos tenemos que obrar así; todos tenemos que abandonar determinados comportamientos, determinadas actitudes y posturas vitales, que el Señor nos pide que abandonemos, para poder recorrer el camino del Reino de Dios. Pretender entrar en el Reino de Dios sin cambiar en nada, es suponer que ya estoy preparado para ser ciudadano del Reino, lo cual es manifiestamente falso. Es una postura que nace de la pereza y del orgullo: ¿cómo puedo pensar que siendo como soy ya estoy listo para entrar en el Reino de Dios? ¿Es que en mí no hay cosas que sobran, que impiden el que yo pueda ser miembro de la “asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo”, de la Jerusalén celestial? “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia”, nos advierte san Juan (1 Jn 1,8-9).

Y así llegamos a la segunda gran verdad que nos enseña hoy el Señor. A saber, que el secreto por el que los publicanos y las prostitutas cambiaron de vida estriba en que ellos reconocieron que tenían cosas de las que arrepentirse, mientras que los sumos sacerdotes y los ancianos creían que no tenían nada de lo que arrepentirse. El nuevo pueblo de Dios, que se va congregando en torno a Jesús, es un pueblo de arrepentidos, de hombres y de mujeres que están marcados por el arrepentimiento. No es un pueblo de “intachables”, sino de “arrepentidos”.

El arrepentimiento supone que uno se reconoce pecador, se reconoce como alguien que, en ocasiones, ha actuado mal, ha hecho el mal, como alguien que tiene cosas que debe eliminar de su vida, que no deberían de estar en él. El arrepentimiento supone también que el Espíritu Santo, que es el digitus paternae dexterae, el “dedo de la derecha del Padre”, ha tocado el corazón de la persona que se arrepiente, y que por eso llora sus pecados y quiere cambiar. Si no es así, el hombre no es capaz de reconocer el mal que hay en él sin desesperarse, sin crisparse, sin rebelarse; y entonces lo que hace es pura y simplemente negarlo, decir que no hay tal mal. Éste es el drama de muchos contemporáneos nuestros: como se han alejado de la Iglesia, que es el “templo del Espíritu Santo”, -“donde está la Iglesia allí está el Espíritu Santo y toda gracia”, afirma san Ireneo- no pueden soportar el mal que hay en ellos, y optan por negar que sea un mal, por suprimir la conciencia de pecado. Es la peor situación espiritual en la que puede caer el hombre, porque entonces ya no es posible el arrepentimiento.

“El verdadero arrepentimiento, escribe Clemente de Alejandría (+215), implica el no volver a caer en las mismas faltas, el cesar de pecar y el no mirar hacia atrás. Comporta el esfuerzo por ir suprimiendo las pasiones que hemos dejado crecer en nosotros. Esto no puede hacerse de golpe sino que requiere una aplicación constante, con la gracia de Dios y la oración de los hermanos: sólo Dios puede deshacer lo que ha sido hecho y borrar nuestros pecados con el rocío del Espíritu Santo”. Por eso los cristianos, al iniciar la Eucaristía, proclamamos que “hemos pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión” y pedimos a Dios, a la Sma. Virgen María, a los ángeles, a los santos “y a vosotros, hermanos”, que recen por nosotros. No somos un pueblo de intachables, sino de arrepentidos.

Que el Señor nos conceda la obediencia de la fe y el arrepentimiento del corazón; para que avancemos por la senda del Reino de Dios.