La oración



1. El fundamento de la oración: dios es un ser personal.

Dios es un ser personal, no un anónimo “algo” sino un concreto “Alguien” a quien podemos dirigirnos llamándole “tú”: yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío (Salmo 17,6). Por eso la fe en Dios se expresa ante todo en la oración. El mismo Señor en su vida terrestre oró mucho: los sábados como era su costumbre iba a la sinagoga (Lucas 4,16) y en los momentos cruciales de su vida pública se retiraba a veces a la soledad para orar a Dios, su Padre (Lucas 3,21; 5,16; 6,12; 9,28; 10,21; 11,1). Su oración era tanto acción de gracias y alabanza -¡yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños (Mateo 11,25)-, como también clamor y súplica para conformarse a la voluntad del Padre: ¡Abbá, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú (Marcos 14,36). Por eso nadie puede ser cristiano, es decir, participar en la vida de Cristo, sin orar.

2. Qué es la oración.

La oración es la expresión de los deseos del hombre delante de Dios (Santo Tomás de Aquino). En la oración el hombre se considera a sí mismo con su propia situación delante de Dios, en Él y desde Él. Orar es, pues, ponerse uno mismo, con sus circunstancias, delante de Dios: a la luz de Dios, de su presencia, de su rostro, uno aprende a ver su propia situación de otra manera (con la mirada de Dios), a valorarla con otros criterios (los criterios de Dios cuyos caminos no son nuestros caminos), a reaccionar ante ella con otra “sensibilidad”, con la “sensibilidad” de Dios. Por eso la oración no cambia a Dios, que no necesita cambiar para nada (ya que Él es justo, sabio y bueno), sino al hombre: al poner el hombre ante Dios su situación, aprende a verla y vivirla de otra manera, con otro estilo, el estilo y la manera de Dios. La finalidad de la oración es “trasvasar” al hombre el modo divino de vivir la vida.

3. Ser-hacer-decir.

Ha llegado el tiempo de que los adoradores verdaderos, adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Juan 4,23). Para adorar en espíritu y en verdad conviene recordar que lo más importante en el hombre no es lo que dice, ni lo que hace, sino lo que es. En la oración es imprescindible que las palabras sean verdaderas, es decir, que expresen la realidad de mi ser, lo que yo soy, y no lo que los otros creen que soy, o lo que yo mismo creo que soy. La oración no debe plantearse desde la imagen de mí mismo sino desde mi realidad: y mi imagen y mi realidad no siempre coinciden. Así nos lo inculca el propio Señor al decir: tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará (Mateo 6,6). “Lo secreto”, “tu aposento”, es tu propia realidad, la que te resulta más escondida y más difícil de encontrar. Sin embargo es en ella donde “está” y donde “ve” el Padre del cielo; es decir, el lugar del encuentro con Él.

Orar supone, pues, el esfuerzo de caminar hacia el propio corazón, hacia el propio “secreto”, hacia el propio “espíritu”, es decir, hacia el propio ser. Supone el esfuerzo de tratar de superar la visión que los demás tienen de mí, y la que yo mismo tengo de mí mismo, para llegar a mi propia interioridad, a mi verdadero ser, a ese misterio que yo soy para mí mismo, a ese núcleo interior donde todo se anuda y todo se decide, que la Biblia denomina “el corazón”. Sólo desde ese nivel, sólo desde ese núcleo, se pueden decir palabras verdaderas. Y al llegar a él se vive la extrema pobreza de dejar que sea Otro (Dios) quien te entregue tu propia identidad, tu propio nombre.

4. El silencio.

Para caminar hacia el propio corazón es imprescindible el silencio. El silencio exterior en la medida de lo posible, pero sobre todo el silencio interior: silenciar nuestro cuerpo, silenciar nuestra afectividad, silenciar nuestra mente. El silencio interior quiere decir que todo nuestro ser se pone en actitud de escucha, de acogida, de ofrecimiento ante la presencia del Señor. No es, por lo tanto, el resultado de ninguna técnica especial, sino el fruto de la constatación de la Presencia, de la toma de conciencia de que el Padre me está cercando, de que en Él vivimos, nos movemos y existimos (Hechos 17,28).

En los viejos libros de oraciones había, antes de cada oración, una advertencia: “pongámonos en la presencia de Dios”. Esta advertencia es importantísima. Cuando vayas a orar, antes, mucho antes, de pronunciar una sola palabra, toma conciencia de la presencia del Señor, trata de situarte ante Él. Puedes hacerlo de muchas maneras: situándote delante del sagrario, contemplando un icono o una imagen, cerrando los ojos o leyendo el evangelio. En cualquier caso lo importante es que tomes conciencia de Su presencia amorosa y envolvente, de que Le “mires” (o, mejor, que te dejes mirar por Él), Le acojas, muchísimo antes de ponerte a hablar. Vale mucho más un minuto de diálogo con Dios precedido de nueve minutos de silencio que no lo contrario.

Al ponerte así en la presencia del Señor, te ocurrirá a menudo que desaparecerán de tu corazón los temas de los que querías hablar y surgirán otros o te quedarás como sin palabras. No importa. En la oración es mucho más importante el escuchar a Dios que el hablarle, el tomar conciencia de Su presencia que el informarle de unos asuntos que Él ya conoce: Y al orar, no charléis mucho, como los gentiles, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo (Mateo 6,7-8).

5. Orar y decir oraciones.

En situaciones extremas de la vida se puede “ser” sin “decir” y sin “hacer”. En algunas ocasiones se puede orar sin palabras. Pero normalmente la oración se expresará a través de la palabra pronunciada interior o exteriormente. Lo ideal es que cada uno componga sus propias oraciones, aquellas que expresan la verdad de Dios a través de la verdad de la propia situación y del propio ser. Pero no siempre uno es capaz de hacerlo. Por lo demás las situaciones humanas, siendo únicas, no son tan heterogéneas como para que uno no pueda reconocerse en la situación de otros, por lo menos en lo esencial. Por eso podemos orar con oraciones que han compuesto otros con la sola condición de apropiárnoslas, de hacerlas nuestras, de manera que expresen nuestra verdad.

6. Y, por encima de todo, orar.

Con palabras propias o ajenas, con las oraciones de la Iglesia

-Salmos, Padre Nuestro, Ave María, etc.- o con los gemidos -de alegría o de tristeza- del propio corazón, lo más importante es orar, es decir, levantar nuestro corazón hacia el Señor, tal como decimos en la misa. Así nos lo inculcó el propio Señor al decirnos: Pedid y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abre (Mt 7, 7-8).

Orar significa vivir la certeza de que, en la fuente de toda la realidad, de todo el universo, la vida y la historia, hay un rostro y un rostro lleno de amor: el del Padre del cielo. Por eso orar es tan importante: ahí se separan el creyente y el incrédulo, el cristiano y el no-cristiano.

La oración es siempre eficaz, aunque su eficacia no responda muchas veces a nuestros deseos y a nuestras expectativas. Pero el Espíritu Santo que ha sido derramado sobre el universo entero no ignora ningún sonido: Él, que lo mantiene todo unido, tiene conocimiento de toda palabra (Sb 1,7) y recoge todas las súplicas y todas las alabanzas que brotan del corazón del hombre.

Orar es, además, muy fácil. Porque aunque es verdad que nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, es también verdad que el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, intercediendo por nosotros con gemidos inefables (Rm 8,24-27). Por lo cual el cristiano puede siempre orar bien, con tan sólo decir: “Padre, escucha los gemidos que el Espíritu Santo lanza, desde lo hondo de mi corazón, hacia Ti, y concédeme lo que Él pide para mí. Por Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor”.

7. Los salmos.

La Iglesia nos ofrece, sobre todo en su liturgia, abundantes oraciones que expresan perfectamente la verdad de nuestro ser ante la verdad de Dios. Las más importantes de estas oraciones son los salmos, con los que los creyentes en el Dios de la Biblia oramos. El propio Señor oró con los salmos (en la cruz rezó el salmo 21: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (cfr. Mc 15,34) y nosotros lo hacemos en todas las eucaristías (“salmo responsorial”). Nosotros podemos y debemos hacerlos “nuestros”. Para ello es necesario que recordemos que todos los cristianos formamos un solo cuerpo, del que Cristo es la cabeza y todos los demás somos miembros. Las palabras de los salmos que no corresponden a mi situación personal pueden responder a la de un hermano mío de América, África, Asia, Oceanía o Europa y yo, al pronunciarlas, oro “en verdad” porque formo un solo cuerpo, un solo ser con él.

En los salmos hay, además, otras palabras que, en rigor, sólo Jesucristo puede pronunciar (porque Él es el único justo, el único inocente); pero esas palabras yo las puedo pronunciar también “en verdad” porque, desde el día de mi bautismo, formo parte de Su cuerpo y, por lo tanto, constituyo un solo ser con Él. El cristiano ora siempre como miembro de Cristo, es decir, “en el nombre del Señor”.