XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

17 de septiembre de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados (Eclo 27, 30 - 28, 7)
  • El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia (Sal 102)
  • Ya vivamos, ya muramos, somos del Señor (Rom 14, 7-9)
  • No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete (Mt 18, 21-35)
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“Diez mil talentos”, queridos hermanos, era una suma increíble de dinero; para ganarlo, un obrero de los tiempos de Jesús habría necesitado varios centenares de siglos trabajando. Se trata, por lo tanto de una deuda propiamente hablando impagable y si el rey se empeñara en cobrarla, es decir, en hacer prevalecer la justicia, el siervo se vería abocado a una miseria total, se quedaría sin bienes, sin familia, sin libertad. En cambio “cien denarios” era una suma de dinero que un obrero ganaba en tres meses de trabajo.

Por tanto la enseñanza que esta parábola nos da es que mi deuda con Dios es enorme e impagable, mientras que la deuda que los demás tienen conmigo es una insignificancia comparada con ella. La razón fundamental de esta diferencia estriba en el sujeto que ha sido ofendido. Dios es la Pureza, la Verdad, la Bondad, sin mezcla alguna de impureza, de mentira o de maldad; mientras que en la pureza que hay en mí siempre hay algo de egoísmo, en el bien que hay en mí siempre hay algo de mal, y en la verdad que hay en mí siempre hay algo de mentira. Mi inocencia, por lo tanto, es siempre relativa, mientras que la inocencia de Dios es absoluta. El único Inocente, con mayúscula, es Dios, tal como dijo Jesús: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios” (Mc 10, 18). Por eso la menor ofensa o desatención hacia Dios posee unas dimensiones que no son comparables, en absoluto, con las que puedan tener las ofensas que me hacen a mí. Quien comprende esto, está en el buen camino en la relación con Dios, entre otras cosas porque sabe que él no es Dios. Por eso los Padres del desierto aconsejan no defenderse del mal del que a uno le acusan, incluso aunque no sea verdad que uno lo ha cometido. Y esto, queridos hermanos, nos cuesta mucho de entender.

La razón de ello es que no percibo que la malicia del pecado no depende tanto de lo objetivamente cometido, cuanto del hecho de que supone siempre una desatención, un olvido, una indiferencia hacia Dios y hacia lo que Él espera de mí. La malicia del pecado consiste en que, al pecar, he “pasado” de Dios, me he comportado como si Dios no existiera, he cerrado los ojos al misterio de la existencia y de la presencia de Dios, en el cual “vivimos, nos movemos y existimos” (He 17, 28), he prescindido de sus palabras, de los mandamientos que Él me ha dado para “vivir correctamente”, para que mi ser crezca y fructifique. He actuado, por lo tanto, con arrogancia y frivolidad, soslayando a Dios, prescindiendo de Él como si fuera un elemento que no tiene mayor importancia: lo único que me ha importado es lo que a mí me ha apetecido. Y todo esto, aunque ocurra entre las risitas complacientes de la mayoría de los hombres, no deja de ser un misterio terrible.

Por lo tanto estamos ante una noticia terrible: mi vida está llena de monstruosidades. La noticia amable y esperanzadora es que Dios me las perdona todas, tal como ha proclamado el salmo responsorial: “Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura (…) no nos trata como merecen nuestros pecados (…) como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos” (Sal 102). Dios me lo perdona todo y espera que yo, sorprendido y agradecido por su perdón, perdone también a quienes me han ofendido y han cometido sus pequeñas monstruosidades conmigo. Podríamos resumir diciendo: El Señor nos perdona todo menos que no perdonemos. Dios perdona todas mis maldades, por muy terribles y tremendas que hayan sido y espera que yo perdone también a todos los que me han ofendido. Lo espera con tanta intensidad, que no está dispuesto a aceptar en su Reino a quien no perdone de corazón a su hermano. Que el Señor nos conceda la gracia de perdonar siempre, antes incluso de que nos pidan perdón. Para que estemos en su Reino.