XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

10 de septiembre de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Si no hablas al malvado, te pediré cuenta de su sangre (Ez 33, 7-9)
  • Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94)
  • La plenitud de la ley es el amor (Rom 13, 8-10)
  • Si te hace caso, has salvado a tu hermano (Mt 18, 15-20)
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“Te he puesto de atalaya en la casa de Israel”. Estas palabras del profeta Ezequiel describen el oficio del cura. “El atalaya, explica san Gregorio Magno, está siempre en un lugar alto para ver desde lejos todo lo que se acerca”. Lo que se acerca es el Señor Jesús que “vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos” y que “iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece” (1Co 4,5). El deber de quien ha sido constituido “atalaya” es avisar a los demás de lo que se acerca, de lo que viene.

Es un deber antipático. A uno le gustaría no tener que dar disgustos, decir a los demás lo que los demás desean oír. Y sin embargo quien ha recibido el encargo de ser “atalaya” tiene que decir a los demás lo que la luz de Dios le hace ver. Y eso, a menudo, contradice los deseos de los hombres. El sacerdote tiene que decir lo que Dios le encarga decir, independientemente de que eso coincida o no con los deseos de los hombres.

Lo que Dios manda decir es siempre nuestro bien, es el Bien. Pero el Bien no coincide siempre con nuestros deseos. Pues los hombres unas veces deseamos el Bien y otras veces deseamos, incluso ardientemente, cosas que no son nuestro bien.

En nuestra sociedad se suele identificar el bien con la satisfacción de los deseos. Pero esto es un error. Muchas personas creen de buena fe que amar a alguien es procurarle la satisfacción de todos sus deseos. Y eso no es verdad. Amar a alguien es ayudarle a alcanzar su bien, coincida o no coincida con sus deseos.

Esto se percibe muy claramente en la educación de los niños. Los niños tienen muchos deseos, pero no siempre coinciden con su bien. Un verdadero padre, un verdadero educador, ayuda al niño a realizar su bien, no sus deseos; le enseña, en primer lugar, a educar sus deseos para que deseen el bien.

Pues lo que el sacerdote tiene que hacer en relación a los cristianos, todos los cristianos lo tenemos que hacer en relación a la humanidad entera. Los cristianos hemos sido constituidos –todos, sacerdotes y laicos- en “atalaya” para toda la humanidad. Somos un pequeño grupo de la humanidad que ha sido escogido por Dios para que recibamos la luz de su Palabra antes que los demás, y para que comuniquemos esa luz a todos. “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa” (Mt 5, 14-15). Nuestro oficio y nuestro servicio como cristianos consiste en decir a los hombres cómo ve Dios las cosas, qué caminos son los acertados, porque incrementan la humanidad del hombre, y qué caminos son equivocados porque la disminuyen o incluso la prostituyen.

Es un oficio incómodo. Los hombres queremos siempre que nos digan que somos estupendos, geniales, y que estamos siempre acertados y tenemos razón en cuanto decidimos y hacemos. Pero no es así. Y nosotros, si cumplimos con nuestra misión nos podemos ganar a menudo la antipatía de los hombres, podemos aparecer ante sus ojos como unos aguafiestas que, mientras todos (o la mayoría) dicen que éste es un buen camino, nosotros les decimos que no, que es un camino equivocado. Esto ocurre con frecuencia en temas relativos al matrimonio, a la moral sexual, a la bioética etc.

Hace falta ser, pues, muy valientes para cumplir nuestra misión: hemos de preferir el amor de Dios al aplauso de los hombres. Hace falta también ser muy humildes, porque la luz que nos ilumina no es un producto nuestro, un fruto de nuestra inteligencia y de nuestra reflexión, sino un don recibido, sin ningún mérito por parte nuestra. Y cuando nosotros hablamos se ha de notar que somos conscientes de esto, que no estamos, ni mucho menos, juzgando y condenado a los hombres, sino aportando a la humanidad lo que a nosotros se nos ha revelado gratuitamente. La iglesia no juzga nunca a las personas (eso es competencia exclusiva de Dios); juzga, a la luz que recibe de Dios (que es Cristo), los caminos de los hombres.

Por eso el Evangelio dice: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos”. Es decir, no lo pongas en evidencia ante los demás, no lo hieras, no lo humilles. Pero ámalo lo suficiente para decirle que ha emprendido un camino equivocado. Después añade: “Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos”. Es una manera de decir: para que le quede claro que no es tu criterio personal, sino la fe común en Cristo, lo que tú le estás diciendo. Porque, ¿quién soy yo para corregir a un hermano? Quien lo puede corregir de verdad es Cristo, Él que es la Verdad (Jn 14,6). Por eso es importante que mi hermano sepa que lo que yo le estoy diciendo no es válido porque lo digo yo, sino porque lo dice la Palabra de Dios, que es Cristo.

“Y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano”. Puesto que lo que te estoy diciendo no es mi opinión particular sino la fe de la Iglesia, si no haces caso a la fe de la Iglesia, aunque estés bautizado, tú mismo te excluyes de la Iglesia, tu actitud te hace semejante a los “gentiles” y “publicanos”, es decir, a personas que no comparten la fe (gentiles) o que no intentan vivir como la fe exige (publicanos). Efectivamente, hermanos, “la fe no es de todos” (2Ts 3,2): no todos son creyentes, y quienes no son creyentes no pueden ver las cosas con la luz de Cristo, ni pretender vivir como Él dice que hay que vivir. Esto es muy importante recordarlo aquí, en España, donde se suele producir un doble fenómeno anómalo: por un lado, muchos católicos españoles que pretenden que todos los ciudadanos tengan la visión de las cosas y las pautas de conducta que tenemos los católicos; y por otro lado muchos ciudadanos que, sin participar para nada de la vida de la Iglesia, pretenden ser más católicos que los que participamos y saber mejor que nosotros lo que es el cristianismo. Y ninguna de las dos cosas es correcta: hemos de aprender a convivir sabiéndonos distintos y diferentes y sin querer imponer a los otros nuestra identidad. La fe no se impone, se propone, se ofrece, se presenta. Y la adhesión a la fe es un acto personal e intransferible de cada hombre. Pero lo que la fe es, no lo inventa ni lo decide cada uno. El cristianismo tiene 2000 años de historia (4000 si contamos desde Abraham), y no puede uno llegar y decir “esto es cristiano y esto no”. Nadie puede ser obligado a ser cristiano; pero nadie puede tampoco establecer por su cuenta y riesgo en qué consiste ser cristiano. Está ya establecido. Y es la Iglesia la que es depositaria y garante de nuestra identidad.

Que el Señor nos conceda valentía y humildad para cumplir nuestra misión de ser “atalayas”. Que nos enseñe también a convivir armoniosamente con quienes no son cristianos. Amén.