I Domingo de Adviento

15 de agosto 

28 de noviembre de 2021

(Ciclo C - Año par)






  • Suscitaré a David un vástago legítimo (Jer 33, 14-16)
  • A ti, Señor, levanto mi alma (Sal 24)
  • Que el Señor afiance vuestros corazones, para cuando venga Cristo (1 Tes 3, 12 - 4, 2)
  • Se acerca vuestra liberación (Lc 21, 25-28. 34-367)
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Cada vez que celebramos la Eucaristía, cuando Cristo, el Señor, se acaba de hacer presente entre nosotros, exclamamos llenos de agradecimiento y de alegría: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Y después del Padrenuestro el sacerdote realiza una oración que termina diciendo: “Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Señor Jesucristo”.

Estas palabras nos recuerdan el contenido de nuestra esperanza. La Iglesia, al final y al principio del año litúrgico aviva en nosotros la conciencia de esta esperanza, tal como lo hacen las lecturas del día de hoy. El tiempo de Adviento posee un doble carácter. Por un lado es un tiempo de preparación a la Navidad, en el que recordamos que Dios cumplió sus promesas al enviar a su Hijo “nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la condición de hijos” de Dios (Ga 4,4-5), y por otro lado es el tiempo en el que nos preparamos para la única promesa que el Señor todavía no ha cumplido: “la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo”. El denominador común de estos dos aspectos es la esperanza: esperanza ya realizada en el caso de Navidad y esperanza todavía por realizar en el caso de la Parusía o segunda venida de Cristo.

Los primeros cristianos vivían en un clima espiritual muy cercano al del Adviento. Así leemos en una preciosa oración de la Didajé: “Que venga el Señor y que pase este mundo”. Y el Apocalipsis termina con estas palabras: “Sí, vengo pronto. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22,20). En realidad, los judíos y los cristianos somos los portadores de la esperanza de toda la humanidad: ambos esperamos la venida del “vástago legítimo de David”, del que nos ha hablado la primera lectura de hoy (Jr 33,15). Los judíos creen que todavía no ha venido; nosotros creemos que ya vino en la humildad de la carne, naciendo por nosotros en Belén de Judá, y que ahora tiene que venir por segunda vez, en la majestad de su gloria.

De esa venida nos hablan tanto el evangelio de hoy como la segunda lectura. Al venir en la majestad de su gloria todo el mundo verá que Jesús es Dios: “Mirad, viene acompañado de nubes; todo el mundo lo verá, incluso los que lo traspasaron” (Ap 1,7). La expresión: “en una nube, con gran poder y gloria” indica que aquel que viene es Dios mismo en persona. Por eso la creación entera se estremece ante su llegada: “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas y en la tierra angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje”. Las potencias del cielo temblarán y el mar se encrespará porque es Dios mismo quien llega. Todos estos signos ya habían sido descritos en el Antiguo Testamento como propios del “día del Señor” (Is 13,10; Jl 2,10; Ag 2,6-21): la segunda venida de Cristo es “el día del Señor”, en el cual Dios va a pronunciar su juicio sobre la historia humana y sobre cada una de las personas, y va a instaurar de manera definitiva y total su Reino, creando “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Ap 21,1).

Para nosotros los cristianos esto es una buena noticia. Significa que este mundo es transitorio, que el Señor va a pronunciar su palabra definitiva, que va a crear unos “cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia”, como dice san Pedro (2Pe 3,13). Sin este acontecimiento todo seguiría igual: los peces gordos se seguirían comiendo a los peces chicos; la desvergüenza, el cinismo, la mentira, la voluntad de poder, el dinero, etc. etc., seguirían siendo los dueños de la historia humana y vivir de otra manera sería una ingenuidad.

La Iglesia nos recuerda que nuestra vida recibe su norma del futuro: “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Esto es: vivid mirando al futuro, al Dios “que era, que es y que va a venir” (Ap 1,8). No agotéis vuestra mirada contemplando únicamente lo que pasa aquí y ahora, lo que veis a vuestro alrededor. No dejéis de considerar, de contemplar, al Dios que viene, a Jesús que está llegando, que viene en cada momento de vuestra vida, a través de lo que el Espíritu Santo os pide en vuestro corazón, y a Jesús que vendrá, en la majestad de su gloria, a decir lo que vale y lo que no vale para el Reino de Dios, lo que puede y lo que no puede entrar en la Jerusalén celestial: entonces se verá que no da lo mismo vivir de una que de otra manera: “Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie delante del trono; fueron abiertos unos libros (…) y los muertos fueron juzgados según lo escrito en los libros, conforme a sus obras” (Ap 20,12).

Pidamos al Señor que colme nuestra vida de “amor mutuo y de amor a todos” y que nos “fortaleza internamente” (2Ts 3,12), para que no nos dejemos hipnotizar por  la apariencia de este mundo y por lo que en él parece triunfar, sino que, amando a Jesús por encima de todo, deseemos con ansia su venida y la aceleremos mediante el amor a los cristianos y a todos los hombres.