Identidad y diferencia

El algún momento de aquellos años (del inicio de la democracia) la cultura dejó de ser algo que una persona adquiría con su esfuerzo personal y se convirtió en el ámbito colectivo en el que se nacía; ya no era un proyecto, sino un destino; una vuelta a la comunidad del origen y no una solitaria emancipación, recluirse en los límites en vez de asomarse al mundo. Una cultura personal se adquiere con mucho tesón y mucho esfuerzo a lo largo de la vida, igual que se adquiere la destreza para tocar un instrumento o hablar un idioma extranjero: una cultura autóctona se posee sólo por nacer en ella. En otras épocas la derecha había creído en las esencias, la izquierda en los devenires; la derecha en lo originario y lo inamovible, la izquierda en lo que se construye sobre la marcha, en lo que puede hacerse mejor. La derecha, desde el Romanticismo alemán, había celebrado lo autóctono, la izquierda, lo universal; la derecha, la lealtad a la tierra y a la sangre; la izquierda, el internacionalismo y la ciudadanía del mundo.

No sin asombro fuimos descubriendo, desde la llegada de la democracia, que toda aquella quincalla regresaba convertida en cultura popular, y que ahora lo correcto no era irse, sino quedarse, y si hacía falta regresar, y celebrar como propias las mismas cosas que no mucho tiempo atrás parecían antiguallas lamentables (…) Primero se hizo compatible ser de izquierdas y ser nacionalista. Después se hizo obligatorio. A continuación declararse no nacionalista se convirtió en la prueba de que uno era de derechas.

La democracia tiene que ser enseñada porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros, el apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color de pelo o de piel. Y la tendencia infantil y adolescente a poner las propias apetencias por encima de todo, sin reparar en las consecuencias que pueden tener para los otros, es tan poderosa que hacen falta muchos años de constante educación para corregirla. Lo natural es exigir límites a los demás y no aceptarlos en uno mismo. Creerse uno el centro del mundo es tan natural como creer que la Tierra ocupa el centro del universo y que el Sol gira alrededor de ella. El prejuicio es mucho más natural que la vocación sincera del saber. Lo natural es la barbarie, no la civilización, el grito o el puñetazo y no el argumento persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo.

Cuando la barbarie triunfa no es gracias a la fuerza de los bárbaros sino a la capitulación de los civilizados (…) No creo que las personas tengan que estar atadas a sus territorios de origen. Hay quien desea quedarse igual que hay quien desea irse y las dos actitudes merecen respeto. Al que quiere quedarse es delito expulsarlo, o hacerle la vida tan difícil que no le quede más remedio que intentar el destierro. Al que quiere irse no es lícito cerrarle la frontera ni llamarle desertor. Cada uno es como es (…) al que se queda a veces se le mira por encima del hombro. Pero es más frecuente que se desconfíe del que se ha marchado. En España se ha alimentado a conciencia el sedentarismo satisfecho. Quedarse en la tierra es mantenerse fiel a las raíces. Irse tiene algo de traición.

Admiro (de los EE UU) el talento para respetar y celebrar las diferencias y al mismo tiempo para resaltar las pocas cosas fundamentales que se tienen en común, y que bastan para sostener una convivencia; la insistencia en los actos y no en los orígenes; el derecho que se reconoce a cualquiera de desprenderse en mayor o menor medida de la identidad con que llegó y de inventarse fantasiosamente a sí mismo (…) En las escuelas públicas de Nueva York se hablan ciento noventa idiomas, y basta un paseo por la calle o un trayecto breve en el metro para cruzarse con personas de casi cualquier lugar del mundo. Pero los habitantes de Nueva York se las han arreglado para ponerse de acuerdo en lo que los une, o al menos para no insistir obsesivamente en lo que distingue a cada grupo. Me gusta que la identidad americana resida en un guión: el guión que une mexicano y americano, chino y americano, japonés y americano, irlandés y americano, árabe y americano, lo que sea. Mi corazón ilustrado se conmovió cuando le pregunté en Nueva York a un taxista con cara y acento chino cuál era su origen, y me contestó con toda naturalidad; “A-B-C: American born Chinese”. Y no me olvido lo que me dijo un taxista paquistaní que iba escuchando en la radio las noticias sobre un asalto a una mezquita de Lahore: “Para mí es más seguro ser musulmán en Estados Unidos que en mi país de origen. Por eso me gusta ser americano”.

No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia. Habrá que hacer ahora la pedagogía democrática aplazada de la aceptación verdadera del otro, la fraternidad objetiva de la ciudadanía por encima de la consanguinidad de la tribu. Aceptarnos no es claudicar de nuestros ideales, sino aceptar la realidad, y por lo tanto renunciar al delirio. Contra lo que es habitual entre nosotros, la negación no tiene por qué ser la única manera de afirmar. Se puede ser algo y algo más también. Se puede ser dos o tres cosas al mismo tiempo, en diversos grados, en proporciones desiguales y cambiantes, con articulaciones flexibles. Nadie en su vida privada es de una sola pieza, ni siquiera el integrista más obsesionado puede librarse de toda contaminación, por ejercer continuamente su perfección identitaria, territorial sexual o ideológica. Sólo en lo abstracto es posible la pureza: por eso todos los fanáticos tienen en común el mismo desprecio por lo confuso y lo mezclado y lo impredecible de la vida real y de las personas de carne y hueso.



Autor: Antonio Muñoz Molina

Título: Todo lo que era sólido

Editorial: Planeta, 2015, (pp. 72-73, 74, 78, 102-103, 166-168, 185-186, 227, 229-230)



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