XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

7 de noviembre de 2021

(Ciclo B - Año impar)






  • La viuda preparó con su harina una pequeña torta y se la llevó a Elías (1 Re 17, 10-16)
  • Alaba, alma mía, al Señor (Sal 145)
  • Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos (Heb 9, 24-28)
  • Esta viuda pobre ha echado más que nadie (Mc 12, 38-44)
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La liturgia de la Palabra de hoy nos presenta la figura de dos viudas. La viuda, junto con el huérfano y el extranjero encarnan, en la Biblia, la figura del pobre, del desamparado, de aquel cuya situación personal y social es tan frágil que no puede contar de manera segura con ninguna ayuda humana; de ahí que sean unas personas que están presentes de manera especial en el corazón de Dios, que se complace en ser su valedor, su refugio, su amparo; si gritan a Él, el Señor escucha sus súplicas (Sal 33, 7); si confían en Él y se abandonan a Él pertenecen al grupo de los anawim, de los humildes, de los pobres de espíritu.

Las dos viudas de la liturgia de hoy nos dan un ejemplo de lo que es amar. Amar es afirmar a otro y ellas nos enseñan que para afirmar a otro no hace falta estar afirmado uno mismo, sino que, desde la propia debilidad, desde la propia pobreza, siempre se puede amar, siempre se puede dar. Nosotros tendemos a pensar que para dar, primero tengo que tener (que ser más); y sin embargo ellas nos enseñan que esto no es cierto, que la caridad bien entendida empieza por el otro, y que para amar -para dar- lo único que hace falta es hacerlo. Lo cual es muy consolador, porque significa que siempre podremos amar: si somos pobres, si estamos enfermos, si perdemos nuestras facultades sensibles, si ya no valemos nada, siempre podremos amar. Entre otras cosas porque cuando no puedo hacer nada por los demás puedo consentir en que los demás hagan cosas por mí y eso es una forma muy importante de amar: dejar que los otros me amen, dejar que los otros se ocupen de mí, cuando yo no puedo hacerlo. Porque lo más importante para amar es la humildad.

Los enfermos incurables, los minusválidos, nos hacen un bien inmenso. En primer lugar  porque nos recuerdan la bondad del ser, nos recuerdan que el ser es siempre bueno cualesquiera que sean las condiciones en que se dé. Hemos de dar gracias a Dios por estos hermanos que aceptan ser en condiciones difíciles e incómodas y que al hacerlo nos recuerdan la bondad del ser y de Aquel que da el ser, que es Dios. Y en segundo lugar porque nos dan la oportunidad de amar, de ayudarles a vivir, y nos enseñan la humildad de dejar que nos ocupemos de ellos.

Amar es afirmar a otro. La viuda del Evangelio afirma a Dios, afirma al Templo, que es la presencia de Dios en medio de los hombres, a costa de sí misma: ama a Dios más que a sí misma. La viuda de Sarepta, en la primera lectura de hoy, afirma también a Dios, al “hombre de Dios”, que es el profeta Elías, a costa de sí misma y de su propio hijo. Ella acepta la desconcertante frase del profeta: “pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después”. Obedeciendo a la palabra de Elías, ella ama a Dios, en la persona del “hombre de Dios”, más que a sí misma y que a su propio hijo y vive anticipadamente la palabra de Jesús: “el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Lc 10,37).

Mantener a la Iglesia, hermanos, es nuestra manera de amar a Dios, de hacer posible la presencia de Dios en medio de los hombres. No ciertamente la presencia metafísica de Dios, por sus atributos de inmensidad y de ubicuidad, sino la presencia histórica, salvífica de Dios, la que Él ha querido tener fundando la Iglesia, que es Su Pueblo, Su Cuerpo, su Templo, es decir, el lugar de Su presencia en medio de los hombres. Por eso mantener a la Iglesia es para nosotros un deber y un honor, una manera de amar a Dios, de amar a Jesucristo, de seguir haciendo posible el anuncio del evangelio, tal como nos indica el quinto mandamiento de la Iglesia que ordena: “ayudar a la Iglesia en sus necesidades”.