1. El misterio del nombre.
En la relación del hombre con Dios ocurre, a veces, que Dios le cambia el nombre. El cambio de nombre significa que la acción de Dios va a cambiar profundamente el ser de esa persona para ajustarlo a la misión que Dios mismo le va a confiar. Así ocurrió con Abraham, que se llamaba Abram y Dios le cambió su nombre por el de Abraham que significa “padre de muchedumbre de pueblos”; con ello se pone de manifiesto la vocación que Dios le otorga, la misión que le encomienda (Génesis 17,5). Igualmente sucede con Jacob a quien Dios cambia el nombre y lo llama Israel porque has sido fuerte contra Dios (Génesis 32,29). Lo mismo ocurre con Simón: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás (...) Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mateo 16,17-18). Con este cambio de nombre Jesús revela a Simón su vocación más íntima y personal, la misión que el Padre del cielo le encomienda.
Este anhelo de conocer el nombre de Dios será satisfecho por Dios mismo ante Moisés: Contestó Moisés a Dios: Si voy a los israelitas y les digo: El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros; cuando me pregunten: ¿Cuál es su nombre?, ¿qué les responderé? Dijo Dios a Moisés: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3,13-14). La expresión hebrea se puede traducir también por “Yo seré el que seré”. Dios se da, por lo tanto, un nombre sin definirse, sin referirse a nada distinto de sí mismo, sin encerrarse en ninguna idea que el hombre pudiera manejar a su antojo, sino remitiendo únicamente a su libre obrar. Es como si dijera: a través de lo que yo iré haciendo con vosotros, vosotros iréis sabiendo quién soy. Cuando aparece Jesús el misterio del Nombre de Dios no se desvanece sino que aumenta más todavía. Pues aunque contemplamos un rostro humano –el de Jesús– Dios se nos revela a través de él como Padre, Hijo y Espíritu Santo, en una plenitud que nos supera por completo. Por eso dice el Señor: Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer (Juan 17,26).
La excelsitud del nombre de Dios se expresa en la Biblia diciendo que ese Nombre es santo: Así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo (Isaías 57,15). La santidad del nombre de Dios significa su carácter inaferrable para el hombre, su transcendencia, el hecho de que ese Nombre no puede ser manipulado por el hombre. Pero significa también que ese nombre es fuente de salvación –de bendición– para el hombre: No hago esto por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre (...) Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo (Ezequiel 36,22ss). Aunque nuestras culpas atesten contra nosotros, Yahveh, obra por amor de tu Nombre (Jeremías 14,7). El nombre de Dios es para nosotros fuente de salvación y de vida eterna. Pues la vida eterna empieza a habitar en nosotros por el bautismo que recibimos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Como quiera que el nombre del Señor es santo, el hombre debe usarlo con respeto y veneración, sabiendo que es ya de por sí algo inaudito el que el nombre de Dios entre en nuestro lenguaje humano. Por eso enseña Jesús: No juréis en modo alguno (...) Sea vuestro lenguaje: “sí, sí; no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno (Mateo 5,34-37). El hombre tiene tendencia a querer avalar su propia palabra y su propio lenguaje con el recurso al nombre de Dios. Pero el Señor nos inculca una gran sobriedad en nuestro lenguaje, como muestra de nuestro respeto hacia la santidad de Su Nombre. Pues no conviene nunca olvidar la distancia inconmensurable que existe entre el hombre y Dios. En este sentido el sentido de lo sagrado es un componente de la actitud cristiana ante Dios, por el que se expresa la conciencia del carácter absolutamente único y excepcional, del ser de Dios.
La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios –interior o exteriormente– palabras de odio, de reproche, de desafío, o de insulto. Consiste también en faltarle al respeto en las expresiones, o en abusar del nombre de Dios. La prohibición de la blasfemia se extiende también a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. También se blasfema cuando, sin injuriar directamente a Dios, se utiliza Su Nombre para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte, pues Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos (Mateo 22,32). Siendo Dios el autor y la fuente de la vida, es una grave blasfemia el pretender legitimar la muerte en Su Nombre. La blasfemia es de por sí un pecado grave.
El segundo mandamiento nos prohíbe igualmente el uso mágico del nombre del Señor. Pues la magia expresa la voluntad de poder del hombre, y no es lícito que el hombre utilice el nombre de Dios como un instrumento a su servicio. Pues Dios no ha revelado el misterio de Su Nombre –de su ser íntimo y personal– para que el hombre lo emplee de modo utilitario en la satisfacción de sus necesidades o en el cumplimiento de sus deseos, sino para que el hombre entre en la intimidad divina por la adoración, la alabanza, la acción de gracias y la súplica confiada.
Este mandamiento nos prohíbe también el juramento en falso. Siguiendo el ejemplo del apóstol San Pablo, que en distintas ocasiones usó el juramento, poniendo a Dios por testigo de que estaba diciendo la verdad (2ª Corintios 1,23; Gálatas 1,20), la Iglesia ha entendido siempre las palabras del Señor diciéndonos no juréis, no como una prohibición absoluta, sino como una restricción del uso del juramento, que sólo debe ser reservado para causas graves y justas. Pues el juramento consiste en poner la veracidad divina como garantía de la propia veracidad. El juramento compromete, por ello, el nombre del Señor y por eso nunca se debe jurar en falso pues ello equivale a invocar a Dios como testigo de una mentira.