II Domingo de Adviento

15 de agosto 

5 de diciembre de 2021

(Ciclo C - Año par)






  • Dios mostrará tu esplendor (Bar 5, 1-9)
  • El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres (Sal 125)
  • Que lleguéis al Día de Cristo limpios e irreprochables (Flp 1, 4-6. 8-11)
  • Toda carne verá la salvación de Dios (Lc 3, 1-6)
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San Lucas se preocupa mucho de subrayar que tanto Juan el Bautista como Jesús son personajes reales, situados en un lugar y en un tiempo concreto de la historia humana. Para ello ofrece seis referencias históricas: cinco del marco político y una del marco religioso (Anás y Caifás). Todo ello significa, en primer lugar, que nosotros los cristianos no creemos en una “idea”, o en un “símbolo”, o en una “sabiduría”, o en un “principio moral”, sino en un acontecimiento, a saber, que Dios se ha hecho hombre y que esto es algo que ha sucedido de verdad, realmente, algo que se puede ubicar en un lugar y en un tiempo concretos.

En segundo lugar significa que, a pesar de las actitudes humanas negativas -de rechazo- frente a los mensajeros de Dios, Dios no deja de intervenir, enviando primero a Juan e inmediatamente a Jesús. De los personajes que se nombran, aquellos que tuvieron que ver con Juan y con Jesús, se opusieron a los enviados de Dios: Poncio Pilato mandó crucificar a Jesús, Herodes Antipas asesinó a Juan y despreció y se burló de Jesús (Lc 23,11), y Anás y Caifás y los sumos sacerdotes rechazaron el bautismo de Juan y “celebraron consejo contra Jesús para darle muerte” (Mt 27,1): ellos fueron los que le acusaron (Mt 27,12), los que persuadieron a la gente para que pidiera la muerte de Jesús (Mt 27,20), y los que se burlaron de Jesús cuando estaba muriendo en la cruz (Mt 27,41). Lo que el Evangelio nos dice es que Dios no está dispuesto a que el rechazo que los hombres hacen de Él y de su salvación sea la última palabra en la historia humana. Y por eso envía a Juan y a su propio Hijo.

En tercer lugar significa que Dios ha entrado en la historia humana y que, por lo tanto, no estamos a merced de los poderes históricos que son, en última instancia, poderes destructivos. Pero esto supone un verdadero escándalo para la razón, que busca siempre lo universal. Pues significa que la intervención de Dios, por la que Él ofrece su salvación a todos los hombres de todos los tiempos, se ha producido, sin embargo, en un tiempo concreto, en un lugar concreto, en unas circunstancias históricas concretas: sólo en la tierra de Israel, sólo en los aproximadamente treinta y tres años primeros de nuestra era, sólo bajo esos determinados gobernantes políticos y religiosos, “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). La razón humana tiene que aceptar la libertad de Dios, su libre elección.

San Lucas nos presenta a Juan como un predicador itinerante pero que se circunscribe a la comarca del Jordán. Había agua en otros lugares distintos del Jordán. Pero el Jordán fue le río cuyo paso marcó la entrada en la tierra prometida. Al bautizar en el Jordán, Juan nos está insinuando que nos encontramos en un punto crítico de la historia de la salvación, y que Israel debe renovar la Alianza antes de entrar en la verdadera tierra prometida que es el cuerpo de Cristo, al cual se incorporará por el nuevo bautismo, “en Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16), el bautismo que traerá Jesús. Además, como explica Orígenes (+253), “Jordán” significa “el que desciende”: “El río de Dios que desciende con un caudal abundante es el Salvador, nuestro Señor, en quien nosotros somos bautizados en el agua de la verdad, en el agua de la salvación”.

Esta renovación de la Alianza exige de nosotros el esfuerzo de la conversión, que Lucas describe como el de los penosos trabajos que hay que hacer para construir una autopista: remover terrenos, rellenar barrancos, bajar montículos, enderezar caminos torcidos.  Se trata de un trabajo interior, que hay que hacer en el corazón y en el alma de cada uno. Pero precisamente por eso es muchísimo más difícil que cualquier trabajo material. Dentro de cada uno de nosotros hay montañas de orgullo, barrancos de falsas depresiones y de victimismo egoísta, caminos retorcidos por los que intentamos salirnos con la nuestra pareciendo inocentes, rincones escabrosos en los que somos capaces de lo peor, etc., etc. El evangelio de hoy nos recuerda que todo eso hay que removerlo y allanarlo; es una llamada a la sencillez. De los primeros cristianos escribe san Lucas que celebraban la Eucaristía “con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,46). También san Pablo inculca a los cristianos la sencillez de corazón (Col 3,22; Ef 6,5).

“Dios hizo sencillo al hombre, pero él se complicó con tantos razonamientos” (Qo 7,29). Los “razonamientos” que hacen complicado al hombre son los que nacen de su ambición. Por eso recemos durante esta semana el salmo 130: “Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad, sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre”. Moderemos nuestros deseos, allanemos los caminos de nuestra alma; porque viene el Señor.