El Reino de Dios


1. Jesús anuncia el Reino.

“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Marcos 1,15). Estas palabras referidas por Marcos nos entregan el centro del mensaje de Jesús. Mateo habla del “Reino de los cielos” (Mateo 4,17) pero significa lo mismo puesto que la expresión “cielo” es un circunloquio normal en el judaísmo para ocultar el nombre de Dios. Así pues el reino de Dios es “el asunto” de Jesús.

Curiosamente Jesús no se toma la molestia de explicar en qué consiste ese reino. No lo hace porque supone en todos sus oyentes una idea y una espera de ese mismo reino. En efecto, todo el Antiguo Testamento había hecho comprender al pueblo de Israel la condición trágica del hombre: su deseo profundo de llenar su vida de paz, de justicia, de libertad y de vida, y su incapacidad total para conseguirlo. Como si hubiera unos poderes maléficos que le impiden al hombre realizar aquello mismo que él anhela. La Biblia llama “demonios”, “principados y potestades”, a estos misteriosos poderes que impiden al hombre alcanzar su plenitud, porque corrompen la libertad del hombre y le hacen “elegir lo que no quiere” como dice Pablo.

Pues bien, “reino de Dios” significa la extraordinaria e inaudita noticia de que esta situación se ha terminado, de que estos poderes han sido superados, han sido derrotados y que, en consecuencia, va a ser posible llenar la propia vida de luz y de paz, de justicia, de salvación. “Reino de Dios” significa, por lo tanto, el advenimiento del “señorío de Dios” y, por lo tanto, el final del señorío del diablo. “Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios” (Lucas 11,20). Jesús anuncia, pues, que la esperanza escatológica, el anhelo profundo del pueblo de Israel, expresión a su vez del anhelo profundo de toda la humanidad, se va a ver realizada ahora: “el tiempo se ha cumplido y el reino de Dios ha llegado” (Marcos 1,14. Mateo 4,17; 10,7. Lucas 10,9.11) Por eso se atreve a afirmar: “¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que veis y no lo vieron; quisieron oír lo que oís y no lo oyeron” (Lucas 10,23ss). Como dijo en Nazaret: “Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy” (Lucas 4,21).

2. Jesús es el Reino.

Lo propio de Jesús de Nazaret es que son inseparables su persona y su “asunto”, es decir, el Reino de Dios. Tan inseparables que, en el fondo, su asunto es su persona: Él es el Reino de Dios. Por eso puede declarar dichoso al que Le ve y al que Le oye, porque verLe y oírLe es ver y oír la llegada del Reino. Ese Reino había sido anunciado con una serie de signos (cfr. Isaías 35,5-6; 26,19; 29,18s) que ahora se cumplen: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!” (Mateo 11,4-6). La última frase –dichoso aquel que no halle escándalo en mí– indica la novedad de la situación: Él es el Reino, y todo radica en abrirse o cerrarse a Él.

Las palabras de Jesús expresan constantemente esta realidad. A primera vista Jesús habla como un rabbi, un profeta o un maestro de sabiduría como los que conocía Israel. Pero mirando las cosas más de cerca se descubren diferencias importantes. De hecho la gente las notaba y exclamaba: “¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva, expuesta con autoridad!” (Marcos 1,27). Porque Jesús no enseña como un rabbi que se limita a explicar la Ley de Moisés. Es cierto que utiliza la misma fórmula que empleaban los rabinos para exponer su propia opinión, distinguiéndola de las demás opiniones –“Pero yo os digo”– (Mateo 5,22). Pero las discusiones de los rabinos se mantenían dentro del marco de la Ley judía. Sin embargo Jesús sobrepasa la Ley. No se contrapone a ella –“No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mateo 5,17)– sino que actúa como teniendo más autoridad que Moisés. Detrás de la autoridad de Moisés sólo estaba la de Dios. Cuando Jesús dice “habéis oído que se dijo a los antepasados” para añadir a continuación “pero yo os digo” (Mateo 5,21-22), en realidad Jesús ya no está hablando como un rabino más, sino constituyéndose Él en criterio de la Ley (la expresión “se dijo a los antepasados” es, en realidad, un velado circunloquio del nombre de Dios).

Tampoco habla Jesús como un profeta. Los profetas transmiten la palabra de Dios. Dicen, por ejemplo, “así habla el Señor” o bien “oráculo de Yahveh”. Sin embargo Jesús habla con plena autoridad, sin distinguir para nada su propia palabra de la palabra de Dios: “Y quedaban asombrados de su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Marcos 1,22). Jesús se considera él mismo como la boca y la voz de Dios. Así lo entendieron sus contemporáneos y por eso lo rechazaron: “¿Por qué éste habla así? Está blasfemando” (Marcos 2,7).

3. El punto de encuentro entre Dios y el hombre es Jesús y no la Ley.

De ahí la sorpresa y la indignación de la mayor parte de los judíos al constatar que Jesús tiene la pretensión de ser Él –su persona– el lugar decisivo del encuentro con Dios, en vez del cumplimiento de la Ley de Moisés. Esta pretensión se manifiesta en multitud de disputas en las que Jesús subordina determinadas prácticas de la Ley al hecho de su persona y su presencia. Cuando le preguntan por qué sus discípulos no ayunan, como hacen los fariseos y los discípulos de Juan el Bautista, la respuesta de Jesús es contundente: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el novio está con ellos? Mientras tengan consigo al novio no pueden ayunar” (Marcos 2,19). Con estas palabras Jesús evoca el Cantar de los cantares donde el encuentro con Dios es descrito como un encuentro nupcial y se presenta él mismo como “el novio”. Proclama así el inaudito acontecimiento anunciado por Isaías al afirmar que “el que te creó te desposa” y retomado por el Apocalipsis al cantar la boda del Cordero: “Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero y su esposa se ha engalanado” (Apocalipsis 19,7). Cuando sus discípulos arrancan espigas –trabajo prohibido en día de sábado– al atravesar por un sembrado un sábado y los fariseos se lo reprochan, Jesús los defiende manifestando lo inaudito de su pretensión: “Porque el Hijo del hombre es señor del sábado” (Mateo 12,8). El sábado era el día consagrado por entero a Yahveh, el día en que el Señor reposó y en el que el pueblo, reposando también, participa del tiempo de Dios, es decir, de su eternidad, entrando de este modo en comunión con Él. Afirmar, por lo tanto, que el hijo del hombre es señor del sábado es tanto como afirmar que él es Dios, ya que el “señor del sábado” por excelencia es el mismo Dios.

4. Jesús ofrece “señales” que autentifican su pretensión.

La pretensión de Jesús es nada más y nada menos que la de hacerse igual a Dios, la de constituirse Él, su persona, en el punto de encuentro entre el hombre y Dios. Esta pretensión la expresa Jesús en frases como “aquí hay algo mayor que el Templo” (Mateo 12,7), es decir, que el lugar de encuentro entre Dios y su pueblo, o “aquí hay algo más que Jonás” o “aquí hay algo más que Salomón” (Mateo 12,41-42) y en gestos como el perdonar los pecados. Para autentificar su pretensión Jesús ofreció numerosos “signos”: “Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados –dice al paralítico–: Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Él se levantó y se fue a su casa” (Mateo 9,6-7).

Los milagros de Jesús son los signos que él ofrece para que el hombre, provocado por el asombro de lo extraordinario, pueda abrir su corazón a la acción de Dios presente en Él. Jesús nunca hizo milagros por una pura demostración de su poder. Cuando se los pidieron en este plan –“Maestro, queremos ver una señal hecha por ti” (Mateo 12,38)– se negó rotundamente a hacerlos y anunció como la única señal valedera y definitiva su muerte y resurrección (cfr. Mateo 12,39-40). Jesús no fue un curandero como tantos que había en su tiempo. Las curaciones de Jesús no son curaciones del cuerpo sino recreaciones del ser entero del hombre, posibles sólo gracias a la fe, por la que el hombre se abre a la acción de Dios presente y operante en Él. De ahí la frase que tantas veces se repite en los evangelios: “tu fe te ha salvado”. No porque la fe por sí misma tenga el poder de salvar, sino porque la fe abre el corazón del hombre al poder de Dios, que es el único que salva. Los curados por Jesús no recuperan meramente la salud física, sino que acceden a una nueva existencia. De la suegra de Pedro curada instantáneamente por Jesús de una fiebre se nos dice que “se puso a servirles” (Marcos 1,31), es decir, que accedió a una nueva existencia configurada por el servicio de Jesús y de sus discípulos; y de tantos y tantos curados se nos dice que marchaban contentos alabando a Dios. Los milagros de Jesús son, pues, signos, que suponen la fe, como apertura personal a Él, y que confirman esa misma fe. Por eso Juan afirma, a propósito del milagro de Caná de Galilea: “Así, en Caná de Galilea, dio comienzo Jesús a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos” (Juan 2,11).

5. El seguimiento de Jesús.

Así pues la decisión a favor o en contra del Reino de Dios y de Dios mismo se convierte en la decisión a favor o en contra de Jesús: “Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Marcos 8,38). La decisión a favor o en contra de Jesús es, pues, la decisión a favor o en contra de Dios mismo. De ahí que Jesús invite al seguimiento.

Los rabinos solían tener un grupo de discípulos a su alrededor. Aparentemente Jesús hace también lo mismo. Pero si se mira más de cerca vemos inmediatamente que hay profundas diferencias. A un rabino se le puede pedir el ser admitido entre sus discípulos; sin embargo Jesús es Él mismo quien elige, de manera soberanamente libre, “a los que quiso” (Marcos 3,13). Su llamada –“Sígueme” (Marcos 1,17)– no es una propuesta o una invitación sino más bien una orden. Una orden que, por lo demás, es una palabra creadora que transforma profundamente la vida del discípulo: “Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré llegar a ser pescadores de hombres” (Marcos 1,17). En contra de lo que ocurre con los rabinos y sus discípulos, aquí no se trata de una relación provisional maestro-discípulo, hasta que el discípulo mismo llega a ser maestro. Aquí esto está explícitamente excluido: “Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Rabbí», porque uno solo es vuestro Maestro; y todos vosotros sois hermanos” (Mateo 23,8). De ahí que la vinculación de los discípulos con Jesús es mucho más profunda que la de los discípulos de los rabinos con sus respectivos maestros. Jesús, en efecto, llama a sus discípulos “para que estén con él” (Marcos 3,14). Así ellos participan de su peregrinaje, de su carencia de patria, de su “no tener donde reclinar la cabeza”. En realidad ser discípulo de Jesús no consiste en recibir unas enseñanzas sino en entrar en una comunión de vida total con Él, en una comunión de destino, pase lo que pase. Por eso el seguimiento exige “dejarlo todo”. (Marcos 10,28).

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