Sagrada Familia

15 de agosto 

26 de diciembre de 2021

(Ciclo C - Año par)





  • Quien teme al Señor honrará a sus padres (Eclo 3, 2-6. 12-14)
  • Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos (Sal 127)
  • La vida de familia en el Señor (Col 3, 12-21)
  • Los padres de Jesús lo encontraron en medio de los maestros (Lc 2, 41-52)
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Lo que más me llama la atención de la sagrada Familia es la conciencia tan clara que tienen todos sus miembros de pertenecer a Dios, de ser “de Dios”, de que su dueño y señor es Dios y sólo Dios y de que, si están los tres juntos, es porque Dios, que es su verdadero y único dueño, les ha dicho que lo estén.

JESÚS es plenamente consciente de que Él pertenece al Padre del cielo y por eso se queda en el templo de Jerusalén, que es la casa de su Padre, Dios. Y por eso respondió al requerimiento de su madre diciendo: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”

Pero Jesús también entiende que es el Espíritu Santo quien habla por boca de su madre, la Virgen María -“mística esposa del Espíritu Santo”-, y le indica que regrese con sus padres terrenos a Nazaret y que prosiga su formación como hombre en la escuela de María y de José, teniendo a María como madre y a José como padre y obedeciéndolos en todo, para, de ese modo, crecer. Por eso el evangelio dice: “Siguió bajo su autoridad (…) Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia”.

MARÍA es plenamente consciente de que ella es propiedad de Dios, de que pertenece a Dios de manera total y de que Dios puede disponer de ella según su voluntad. Por eso ha pronunciado delante del ángel Gabriel las terribles palabras: “Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. A partir de ese momento ella se dejará conducir por Dios, que actuará a través de san José. Es José quien lleva siempre la iniciativa y la Virgen María adhiere siempre a lo que decide José. Fue José quien “tomó consigo a su mujer” (Mt 1, 24) y la llevó a su casa, y fue también José quien, a mitad de la noche, “se levantó, tomó al niño y a su madre, y se retiró a Egipto” (Mt 2, 14), como fue también él quien tomó la iniciativa de regresar a Israel.

JOSÉ, por su parte, que es quien toma siempre la iniciativa y las decisiones sobre la familia, no lo hace de una manera caprichosa o porque él se considere dueño y señor de su mujer y del niño Jesús, sino que lo hace siempre obedeciendo a Dios, que le habla en sueños, mientras duerme, mediante un ángel. Y José tiene la grandeza de realizar, en cuanto se despierta, lo que Dios le ha indicado.

Alguien ha escrito que “amarse no es mirarse el uno al otro, sino mirar los dos en la misma dirección”. En el caso de la Sagrada Familia esto se cumple al pie de la letra porque los tres miembros que la componen, más que mirarse unos a otros, miran todos a Dios, y es en la mirada de Dios como, después, se miran entre sí.

Por eso la familia de Nazaret es el paraíso en la tierra. Antes de pecar, Adán y Eva se miraban el uno al otro, y contemplaban toda la realidad, en la mirada de Dios. Y como la creación entera es buena y bella, según dijo Dios al terminar de crearla (Gn 1, 31), y como Jesús, José y María la miran también con la mirada de Dios, cuyos ojos “son demasiado puros para ver el mal” (Ha 1, 13), y como “para los limpios todo es limpio” (Tt 1, 15), la familia de Nazaret es un mundo de belleza y de luz, donde resplandece el ser en su integridad original, la que Dios le dio al crearlo. Y por eso ella es el paraíso de nuevo en la tierra: Dios en medio de los hombres, no sólo “a la hora de la brisa” (Gn 3, 8), como en el primer paraíso, sino durante las veinticuatro horas del día, porque Jesús es Dios y está siempre con José y María, y convive y charla con ellos y viven los tres en una comunión perfecta y total.

Queridos hermanos: la familia de Nazaret es nuestra familia más verdadera, porque al final de todo, lo que quedará de nuestras familias es lo que sea reproducción fiel de lo que se vivió en Nazaret: una comunión entre personas que nace de la pertenencia total de cada una de ellas a Dios. Todo lo demás desparecerá y será consumido por el fuego “el día que aparecerá con fuego” (1Co 3, 13), tal como describe san Pablo el día del juicio final.

Todo lo que en nuestras familias hay de posesivo -mi mujer, mi marido, mis hijos, mis padres- desaparecerá, y todos nos veremos como lo que en realidad hemos sido: un don, un regalo de Dios los unos para los otros. Un don y un regalo no es algo que uno “ha conquistado” con sus cualidades y sus artes personales, sino algo que uno ha recibido de manera gratuita e inesperada. Los miembros de mi familia no son instrumentos que yo tengo para conseguir mis fines, sino dones de Dios, signos de su amor y de su confianza hacia nosotros.

Emmanuel Mounier, catedrático de filosofía en la universidad de Grenoble, siempre que invitaba a comer a algún colega a su casa, sentaba ineludiblemente en su mesa a una de sus hijas que era profundamente discapacitada, porque, decía de ella que era una gracia inmensa que Dios les había concedido en su matrimonio. Y uno no oculta, como si fuera una vergüenza, los regalos de Dios. Que el Señor nos conceda vivir nuestras familias como lo que son en profundidad: un regalo de Dios.