11 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32-35)
- Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia (Sal 117)
- Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo Cristo (1 Jn 5, 1-6)
- A los ocho días llegó Jesús (Jn 20, 19-31)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
“Mira, también Isabel, tu pariente,
ha concebido un hijo en su vejez” (Lc 1,36), le dijo el ángel a la Virgen en la
anunciación. Con estas palabras le daba un signo
que la ayudara a creer, a dar crédito a lo que se le estaba diciendo de parte
de Dios. A Dios le gusta siempre darnos signos que nos sirvan de apoyo para
nuestra fe.
El Evangelio de hoy nos presenta la
figura de Tomás que exige un signo concreto, determinado, para creer;
exactamente exige “ver y tocar” las llagas del Resucitado para dar fe al
testimonio que le están dando los demás discípulos. Y el Señor, en su infinita
misericordia, le concedió el signo que pedía. Entonces Tomás hizo un acto de fe
sorprendente, el acto de fe más rotundo y explícito que encontramos en todo el
Nuevo Testamento: “Señor mío y Dios mío”. Como observa San Agustín: “Veía y
tocaba al hombre y confesaba a Dios, a quien no veía ni tocaba”.
El acto de fe, queridos hermanos,
supone siempre un “salto” cualitativo entre lo que vemos y tocamos –los signos
que Dios nos da- y aquello que confesamos, que es la divinidad de Jesucristo.
Es cierto que hay “argumentos” para creer; pero de ninguno de estos argumentos
se puede deducir con una necesidad lógica irrefutable el acto de fe. El acto de
fe es un misterio en el que entran en juego la libertad de Dios, su gracia, su
amor, la acción del Espíritu Santo, y la libertad del hombre. Porque lo que el
acto en fe pone en juego es el corazón del hombre, su centro más íntimo, el
hontanar del que brota la libertad, la inteligencia y el afecto del ser humano.
Y el corazón del hombre es un misterio en el que sólo Dios puede penetrar. Por
eso el Señor nos mandó que no juzgáramos (“no juzguéis y no seréis juzgados”):
porque el corazón del hombre es algo que escapa a nuestra mirada y queda
reservado a la mirada del Señor, tal como Dios le dijo a Samuel: “El hombre ve
las apariencias, pero el Señor ve el corazón” (1S 16,7).
Observemos que la Virgen María no le
pidió a Dios ningún signo, sino tan sólo le hizo una pregunta que era obligada
en su situación: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34). Fue
Dios en su generosidad quien le ofreció el signo del embarazo de su pariente
Isabel. En cambio Tomás no sólo se atrevió a pedir un signo, sino que determinó
él mismo el signo que tenía que ser: ver y tocar las heridas del Señor. Y a
pesar de este atrevimiento, que debemos considerar excesivo, Dios se lo
concedió.
En una ocasión el Señor se quejó de
que le pidieran signos para creer: “Si no veis signos y prodigios, no creéis”
(Jn 4,50), le dijo a un funcionario real que le pedía por la salud de su hijo,
aunque inmediatamente le concedió lo que pedía. También Santa Teresita le pidió
un signo al Señor que le confirmara el arrepentimiento del criminal Pranzini
que iba a ser ejecutado y por cuya salvación ella había ofrecido muchos
sacrificios y rogado mucho al Señor. Y cuando supo que poco antes de ser
ejecutado besó el Crucifijo que se le mostraba, Teresita entendió que éste era
el signo que el Señor le daba de que sus plegarias habían sido escuchadas.
¿Qué debemos hacer? ¿Debemos
exigirle o suplicarle signos a Dios que nos ayuden a creer? Exigirle nunca, porque ¿quién soy yo
para exigir algo a Dios, yo que soy “polvo y ceniza”, como decía Abraham,
nuestro padre en la fe (Gn 18,27)? Sí podemos, en cambio, suplicarle que nos los dé, para ayudar la debilidad de nuestra fe,
como hizo Santa Teresita. Lo mejor, sin embargo, es hacer como la Santísima
Virgen María que ni se los exigió ni tan siquiera los suplicó, sino que tuvo un corazón atento a la acción de Dios,
un corazón en el que ella “guardaba y meditaba” (Lc 2,51) todo cuanto le
ocurría. Entonces ella veía muchos signos:
- el embarazo de su prima Isabel,
- la acogida de San José en su casa,
- la llegada de los pastores y de
los magos,
- las palabras de Simeón y de Ana
- y hasta el odio feroz de Herodes,
todo eran signos que Dios le regalaba para que ella creyera cada vez más. Y María “vio y creyó”. Porque, como dice el libro de la Sabiduría, Dios “se deja encontrar de los que no le exigen pruebas y se manifiesta a los que no desconfían de él” (Sb 1,2). Que el Señor nos conceda un corazón semejante al de María, para que, sin exigir signos, “veamos” los que Él nos da y “creamos” cada vez con más fuerza en Él.