Quién es sabio
El sabio, para los antiguos, era aquel
cuya mirada, habiéndose elevado de entrada sobre la causa suprema de un
conjunto cualquiera, era capaz de valorar y de ordenar todos sus elementos,
desde el vértice de todos ellos, es decir, desde la causa suprema. Así pues la
mirada propia de la sabiduría es una mirada descendente
y sintética. “Descendente” porque desde
la causa suprema, desde el vértice, contempla todo el conjunto; “sintética”
porque contempla el todo, el conjunto, sabiamente ordenado, porque lo contempla
todo desde la causa suprema, desde el vértice. Obviamente, y así lo vieron los
antiguos, esta mirada pertenece en propio a Dios, a la Causa suprema.
Si aplicamos esto a nuestra fe tenemos
que afirmar que, después del don de ciencia, que ha hecho sentir al cristiano
el vacío de las cosas y cómo el Absoluto está exilado de lo contingente, y
después del don de inteligencia, que ha iluminado los misterios cristianos, el
don de sabiduría le hace participar, en la noche profunda de la fe, de la
Sabiduría que, desde lo alto, con poder y suavidad, dispone y ordena todas las
cosas, de un extremo al otro del universo.
Bajo
la acción del don de sabiduría el cristiano lo ve todo a la luz de Dios,
contempla la creación entera envuelta en la claridad refulgente de la Trinidad:
“¡O lux, beata Trinitas!”. Y es a la luz del Ser Increado y de las Perfecciones
divinas como, gracias al don de sabiduría, el cristiano aprecia y mide las
decisiones más concretas de la vida cotidiana que empiezan así a ser vividas
“sub specie aeternitatis”. De este modo se produce un verdadero cambio de
mentalidad en el cristiano, porque el que se une al Señor se hace un solo
espíritu con él (1Co 6,17), hasta el punto de afirmar: nosotros tenemos
la mente de Cristo (1Co 2,16).
El don de inteligencia nos comunica las intuiciones primordiales de nuestra fe. El don de ciencia escruta sus repercusiones dentro del ámbito de las causas segundas. El don de sabiduría, por su parte, sitúa todas estas verdades en el conjunto del plan de la Providencia, esclareciendo los misterios unos por otros: el misterio eclesial por el marial, el de la Redención por el de la Encarnación, y todos los misterios a la luz del supremo misterio o misterio fontal, el de la Santísima Trinidad. Por eso decimos que el don de sabiduría tiene una función “arquitectónica” en la comprensión de las verdades de nuestra fe.
Las tres sabidurías
La
cultura cristiana nos presenta tres formas de sabiduría: filosófica, teológica
y mística. La sabiduría filosófica se adquiere mediante la reflexión personal,
realizada a la luz de la razón. Por ella podemos llegar a adquirir una visión
contemplativa del conjunto de los seres supeditados al poder sin límites y a la
atracción de “Aquel que es”, del Primer Principio, del Origen, del Uno, del
Increado, en una palabra, de Dios.
La
sabiduría teológica es la reflexión racional sobre los datos de la fe, para
integrarlos todos ellos en una visión coherente y orgánica, en la que se
percibe el encadenamiento y la conexión de las diferentes verdades. La teología
es una ciencia humana, falible como todo lo humano. Se elabora empleando
categorías humanas con las que se acogen los datos revelados. El análisis, la
justificación y la crítica de estas categorías corresponde a la filosofía.
Según las diferentes categorías que se emplean surgen diferentes teologías. La
teología aplica una forma filosófica a unos elementos extraños y diferentes a
la filosofía: los datos de la Revelación.
La sabiduría mística, en cambio, no procede por conceptualización y dialéctica discursiva, como la sabiduría teológica, sino por experiencia de las cosas divinas, por vía de amor. Es una sabiduría experimental, “sabrosa” (de “sapere”, saborear). Esta sabiduría es por completo divina, tiene su origen y su causa en Dios, que la comunica a sus amigos (los santos) teniendo en cuenta el temperamento, las aptitudes, la educación, las tendencias somáticas y psíquicas de cada sujeto humano. Está hecha de “claridades nocturnas”, de “noches” a la vez “obscuras y luminosas”. En ella todo está regulado por las libres intervenciones personales del Espíritu Santo.
Un patrimonio de todo cristiano que viva en gracia de Dios
La pregunta obvia es la siguiente: La
sabiduría, que es un don tan preciado, ¿reside en todos aquellos que viven en
estado de gracia? Santo Tomás responde afirmativamente pero precisa que lo hace
en grados diferentes. Podemos distinguir un modo
menor y un modo mayor de presencia
de la sabiduría en el alma del cristiano que vive en gracia de Dios.
El modo
menor actúa confiriendo la rectitud de juicio necesaria para ordenar la
propia vida a la salvación eterna. Santo Tomás cita la afirmación de la primera
carta de san Juan donde habla de la “unción” que el cristiano ha recibido y en
base a la cual “nadie os puede engañar” (1Jn 2,27). En este modo menor el don de sabiduría puede
intervenir episódicamente de una manera poderosa, en ciertas circunstancias
decisivas, para hacer capaz al cristiano de aceptar una gran cruz (la muerte de
un hijo, por ejemplo) o para ayudarle a vencer una gran tentación.
El modo mayor del don de sabiduría se produce cuando un alma vive abrasada por el amor de Dios: entonces adquiere una certeza nueva, incomparable, de orden experimental, por la que se le hace evidente que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8,28). La consecuencia es una paz divina que invade toda el alma. Al séptimo don del Espíritu Santo corresponde la séptima bienaventuranza, la de los pacíficos. Pues por el don de sabiduría, en su modo mayor, el alma se sumerge en el Océano de la paz divina (“Océano de paz” llama santa Catalina de Siena a Dios), y se sitúa ya por encima de todas las tempestades. Ningún escándalo turba la paz del alma y una gran magnanimidad caracteriza el obrar de quienes están en esta situación.
Un conocimiento por connaturalidad
El
conocimiento “instintivo”, por connaturalidad, bajo la influencia dominante de
un elemento afectivo, que inspira y modifica intrínsecamente la manera misma de
conocer, es un hecho universal de todos los seres que, por el “peso de su
naturaleza” (“pondus naturae”) tienden a su propio bien. Pero sólo en el hombre
este hecho universal se hace consciente, como atracción hacia todas las formas
de que se reviste el bien en el reino mineral, vegetal, animal, espiritual y
aun en el orden divino reservado a las Tres Personas de la Trinidad. Se trata
de un discernimiento que denominamos “instintivo” porque no procede de un
razonamiento explícito, sino de la inclinación profunda y connatural de todo el
ser afectivo del hombre. Así, por ejemplo, una madre adivina los sentimientos
de su hijo o de su hija mucho mejor que el psicoanalista más agudo,
precisamente en base a la connaturalidad amorosa existente entre ella y sus
hijos.
Pues lo mismo acontece, con mayor fuerza todavía y mayor perfección, en el orden sobrenatural, en el que el cristiano es introducido en la vida íntima de Dios, por una renovación interior, por una transformación radical que le va divinizando y que va creando en él inclinaciones e instintos nuevos. Pues se trata de una verdadera participación en la naturaleza y en la vida divina. La gracia da al bautizado el ser de Dios, el pensar como Dios, el amar y obrar a la manera de Dios, haciendo de él “otro Cristo”, que vive según el mismo Espíritu. El hombre divinizado está connaturalizado con Dios en todos los planos del ser, del conocimiento, del amor, de la acción y del gozo. La gracia imprime en él, hasta en sus menores reacciones, el “estilo” divino, de tal manera que “espontáneamente” va actuando al modo de Dios: Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (Rm 8,14). Todas sus inclinaciones se van, así, divinizando. Aunque en su constitución antropológica sigue siendo mineral, vegetal, animal y racional, va siendo “deificado”, es decir, va siendo hecho, por la acción de la gracia de adopción, disponible para recibir los impulsos del Espíritu Santo que le inclinan hacia Dios. La gracia nos va divinizando, nos va configurando con la Trinidad, nos va asemejando, en los hondones de nuestro ser y en nuestras facultades, a la Naturaleza, al Ser y al Obrar de Dios, depositando en nosotros nuevas tendencias afectivas que nos inclinan hacia las Tres Personas divinas como hacia el Bien connatural a nuestro ser divinizado.
El objeto de este conocimiento: la unión amorosa con Dios
Cuando el hombre, divinizado por la gracia y sobreelevado por la
adopción filial, es introducido en el nivel mismo de Dios, se incorpora al
movimiento amoroso que suscita en él el Espíritu Santo en persona. Dejándose
llevar por este dinamismo, “en las alas del Espíritu”, el hombre es introducido
en el movimiento mismo de la Trinidad y saborea Su dulzura. La Trinidad
creadora aparece entonces como meta final de todo el movimiento de los cuerpos y
de los espíritus, hasta que la creación entera sea consumada en la Unidad
divina y Dios sea todo en todo (1Co
15,28).
Mediante el don de sabiduría “saboreamos” la verdad de la inhabitación
divina en nosotros, misterio inalcanzable para la razón, pero claramente
revelado por el Señor: Si alguno me ama guardará mi palabra y mi Padre lo
amará y vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14,23): Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito,
para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el
mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce. Pero vosotros le conocéis,
porque mora con vosotros (Jn 14,15-17). Dios es “inviscerado” en lo más
hondo del ser del hombre, en una experiencia de amor, que hace que el hombre se
embriague amorosamente de Él, de sus riquezas íntimas, de su inagotable Bondad,
de su Belleza infinita, que provoca en el alma unos efectos de dulzura y de
suave deleite, -gustad y ved cuán suave es el Señor (Sal
33,9)-transformando todo el ser del hombre en una ardiente inclinación hacia
Él.
Esta unión amorosa con Dios es diferente de la presencia de Dios en todas las criaturas por el simple hecho de ser su Creador, es decir, por la causalidad creadora. Se trata, en efecto, de una presencia de amistad, de Dios como Padre y Amigo, que supone el amor -si alguno me ama-, es decir, la gracia y la caridad, por las que descubrimos a Dios no ya como el Agente creador (cosa que puede descubrir la filosofía), sino como Persona viva y amiga, como Padre amoroso (abba). En esta unión amorosa el “místico” experimenta, no con ideas claras ni con términos formulables, sino por presencia de amor, que en Dios hay “más” bien del que puede darnos a conocer nuestra limitada y fragmentaria inteligencia. Y es precisamente este “más allá” de todo conocimiento (intelectual, objetivante) lo que pasa ahora a ser determinante: el alma se abisma en las profundidades de Dios, no por un conocimiento conceptual, sino por atracción de amor: Por eso doblo mis rodillas ante el Padre (...) para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento (Ef 3,14-19).
La bienaventuranza de la paz
Santo
Tomás, siguiendo a San Agustín, hace corresponder el don de sabiduría con la
bienaventuranza de los pacíficos que serán llamados hijos de Dios (Mt
5,9), porque la paz no es otra cosa que “la tranquilidad del orden” y
establecer el orden (para con Dios, con el prójimo y consigo mismo) es lo
propio de la sabiduría.
Lo opuesto a la sabiduría es la
estulticia o necedad espiritual, que consiste en cierto embotamiento del juicio
y del sentido espiritual, que nos impide discernir o juzgar las cosas de Dios
según el mismo Dios (por contacto, gusto o connaturalidad).
Peor aún es la fatuidad que comporta
la incapacidad total para juzgar de las cosas divinas. El hombre
naturalmente no comprende las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él.
Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas (1Co 2,14).
La
lujuria y la ira, que manifiestan el comportamiento “natural” del hombre, son
los vicios que más se oponen al don de sabiduría, favoreciendo en nosotros la
estulticia y la fatuidad.
La
paz es como un cesto majestuoso en el que el Espíritu Santo ha depositado todos
sus dones. Por eso esta séptima bienaventuranza corresponde de manera muy
particular al misterio de Pentecostés y es, por ello mismo, la bienaventuranza
de la misión. Jesús, que entrega su Espíritu a su Iglesia, envía a su pueblo
por el mundo a realizar la obra mesiánica por excelencia, la paz. Los
discípulos enviados no deben llevar ni sandalias, ni bastón (Mt 10,10),
con lo que no podrán ni defenderse, ni huir velozmente, y están obligados a la
no violencia, a una actitud absolutamente pacífica. Paz a esta casa (Lc
10,5) debe de ser su saludo, esa paz con la que el Resucitado saludaba a los
suyos.
La razón
profunda de la paz que invade el alma del cristiano la expresó san Pablo en la
Carta a los romanos al afirmar: “Sabemos que para los que aman a Dios, todo
concurre al bien, para aquellos que han sido llamados según su designio” (Rm
8,28). Esta afirmación se sustenta sobre un principio metafísico típicamente
cristiano: puesto que Dios es Amor, el mal es vencido siempre por el bien. San
Agustín lo expresó diciendo: “Puesto que Dios todopoderoso, a quien compete el
soberano dominio de todas las cosas, es soberanamente bueno, no permitiría jamás que sobreviniese algún
mal a sus obras, si no fuera porque su omnipotencia y su bondad fueran a sacar
el bien de ese mismo mal” (Enchiridion).
Este principio metafísico vale tanto en el orden de la naturaleza como en el
orden de los valores espirituales, aunque en el orden espiritual es mucho más
misterioso. La mirada del hombre sabio se sustenta en esta gran verdad. Que el
Señor nos la conceda.