1 de abril de 2021
(Ciclo B - Año impar)
- Prescripciones sobre la cena pascual (Éx 12, 1-8. 11-14)
- El cáliz de la bendición es comunión de la sangre de Cristo (Sal 115)
- Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor (1 Cor 11, 23-26)
- Los amó hasta el extremo (Jn 13, 1-15)
- Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf
La Iglesia celebra hoy tres dones
que el Señor nos entregó en la última cena: el don de la Eucaristía, el don del
sacerdocio ministerial y el don del mandamiento nuevo que, un poco más
adelante, formula Jesús diciendo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
los unos a los otros. Que, como yo os he
amado, así os améis también vosotros los unos a los otros” (Jn 13,34) y que
Jesús ha ejemplificado en el lavatorio de los pies. Estos tres dones gravitan
en torno a la Eucaristía, que es la entrega sacrificial del propio Cristo, el
don de su Persona: el sacerdocio existe para que la Eucaristía sea posible y en ella recibamos el amor con el que nos
hemos de amar, que no es una simple filantropía o solidaridad puramente humana,
sino el amor con el que Cristo nos ama; ese amor se llama misericordia.
En la última cena, Cristo anticipó sacramentalmente la entrega sacrificial
de sí mismo que iba a hacer unas cuantas horas después, muriendo en la cruz.
“Haced esto en memoria mía” fue la orden, dada por Cristo, de celebrar la
Eucaristía, para que su cuerpo entregado y su sangre derramada estuvieran
presentes a lo largo de los siglos, acompañando a los hombres, y los hombres
nos pudiéramos acoger siempre a ese cuerpo roto y a esa sangre derramada.
“Haced esto”, “esto” que acabo de hacer -tomar el pan, partirlo y dároslo
diciendo que es mi cuerpo, y tomar la copa de vino y dárosla diciéndoos que es
mi sangre- “esto” significa, pues, “mi cuerpo entregado” y “mi sangre
derramada”.
La ley de la sangre en la Biblia
establece que “quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre
vertida” (Gn 9,6). Porque la sangre del hombre derramada clama al cielo, y Dios
es sensible a su clamor. “Se oye la sangre de tu hermano clamar desde el suelo”
(Gn 4,10), le dijo Dios a Caín. Y el clamor de la sangre pide justicia, es
decir, que se aplique la ley de la sangre y que sea derramada la sangre de
quien derramó la sangre de un hombre.
Sin embargo la sangre de Cristo,
derramada en la cruz, la sangre que Él nos da a beber en la Eucaristía, no
clama al cielo pidiendo justicia sino suplicando perdón: “Padre, perdónalos, porque
no saben lo que se hacen” (Lc 23,34). Y esto es un acontecimiento nuevo en la
historia humana, que inaugura una nueva posibilidad; esta posibilidad se llama misericordia. El amor con el que tenemos
que amar los cristianos se llama misericordia. Es un amor que va más allá de la
justicia, que carga con el mal que me ha hecho el otro y expía por él,
suplicando perdón. Lo cual, por cierto, no es humano sino divino. Él nos da a
comer su cuerpo y a beber su sangre, para que este amor que hay en Él, que está
más allá de todo lo humano y cuyo nombre es misericordia,
habite también en nosotros.
“Haced esto en memoria mía”. La “memoria” que la Iglesia hace en la Eucaristía no
es un mero recuerdo de un acontecimiento pasado, sino una re-presentación, un volver a hacer presente de manera
incruenta, lo que se realizó en el Calvario de manera cruenta. “Haced esto en
memoria mía” significa, pues: recordamos lo que Tú hiciste, y esto que Tú
hiciste, Señor Jesús, se hace presente ahora en medio de nosotros, desplegando
toda su fuerza salvadora. Tú derramaste tu sangre pidiendo perdón para todos,
abriendo las compuertas de la misericordia divina sobre el mundo y la historia
humana, y ese manantial de misericordia que Tú abriste aquel 14 de Nisán en ese
pequeño monte llamado Calvario, sigue manando aquí y ahora.
El sacrificio de Cristo en la cruz
unió la tierra con el cielo. La tierra
es la violencia y la sangre derramada; el cielo es la misericordia que perdona
a todo el que se acoja humildemente a ese perdón. Arrancando de un punto único en el espacio y el tiempo
-bajo Poncio Pilato y en un pequeño lugar llamado Jerusalén- el sacrificio de
Cristo se hundió en la eternidad divina, donde fue guardado y está disponible
para ser derramado sobre el mundo cada vez que sea llamado. Y eso es lo que ocurre cuando un sacerdote
celebra la santa misa. Por eso nos ha dicho san Pablo: “Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la
muerte del Señor, hasta que vuelva”.
La
Iglesia celebra la Eucaristía para que el sacrificio de la cruz se haga
presente a lo largo de la historia humana, y cada hombre tenga la oportunidad
de contemplarlo con fe y de poder decir, como el buen ladrón, “acuérdate de mí
cuando vengas con tu Reino” (Lc 23,42), o como el centurión, “verdaderamente
este hombre era hijo de Dios” (Mc 15,39). Y para que, por este acto de fe,
pueda alcanzar la salvación, aunque su vida haya sido, hasta ese momento, la de
un malhechor (como el buen ladrón) o la de un pagano (como el centurión).
“Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón
que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10,9).
Que seamos fieles a la celebración dominical de la Eucaristía; que sepamos agradecer al Señor un don tan grande; que nos acojamos siempre a ese manantial de misericordia para que él lave nuestros pecados; y que cada uno de nosotros sea siempre misericordioso con los demás. Amén.