Soledad, enfermedad y vejez

           (El protagonista de la novela, Paul Rayment, es un fotógrafo jubilado, divorciado y sin hijos, que es atropellado por un joven cuando él va en bicicleta y, como consecuencia del accidente, tienen que amputarle una pierna. Ahora se encuentra en el hospital, en una habitación doble, y hace las siguientes consideraciones, que ponen de relieve la diferencia entre un trato exquisitamente profesional y el amor como presencia que acompaña y ayuda a caminar hacia el propio destino. Paul percibe una falta de piedad hacia los ancianos y ver surgir en él la tentación del suicidio, ya que nadie entiende que lo más valioso del hombre no es lo que puede producir o hacer sino, sencillamente, su presencia)

 

          Dos vejestorios. Dos tipos viejos en el mismo barco. Las enfermeras son buenas, son amables y joviales, pero bajo su enérgica  eficiencia él puede detectar -y no se equivoca, lo ha visto demasiado a menudo en el pasado- una indiferencia final hacia su destino, el suyo y el de su compañero. En el joven doctor Hansen percibe, bajo la preocupación amable, la misma indiferencia. Es como si en algún nivel inconsciente esos jóvenes a quienes les han asignado cuidar de ellos supieran que no les queda nada que aportar a la tribu y que por tanto ya no cuentan. “¡Tan jóvenes y tan despiadados! –se lamenta para sus adentros-. ¿Cómo he ido a caer en sus manos? ¡Es mejor que los viejos se encarguen de los viejos y los muertos de los muertos! ¡Y qué locura es estar tan solo en el mundo!”

          Hablan de su futuro, lo incordian para que haga los ejercicios que lo preparan para ese futuro, lo apuran para que salga de la cama. Pero para él no hay futuro, la puerta del futuro ha sido cerrada con llave. Si existiera una manera de acabar consigo mismo mediante alguna acción puramente mental lo haría de inmediato, sin perder más tiempo. Tiene la cabeza llena de historias de personas que ponen en práctica su propio final: que pagan metódicamente las facturas, escriben notas de despedida, queman viejas cartas de amor, etiquetan llaves, y luego, una vez que todo está en orden, se ponen su mejor traje de los domingos, se tragan las pastillas que han ido reuniendo para la ocasión, se tumban en su cama recién hecha y se disponen a desaparecer, Todos ellos héroes anónimos, sin nadie que cante su hazaña. “He decidido no ser una molestia.” De lo único de lo que no se pueden ocupar es del cuerpo que dejan atrás, ese montón de carne que al cabo de un par de días comenzará a apestar. Si fuera posible, si estuviera permitido, cogerían un taxi hasta el crematorio, se colocarían delante de la puerta fatal, se tragarían su dosis y, antes de que la conciencia se apagara, apretarían el botón que los precipitaría al otro lado convertidos en nada más que una palada de ceniza, casi ingrávida.

          Está convencido de que pondría fin a su vida si pudiera, ahora mismo. Y, al mismo tiempo que lo piensa, sabe que no lo va a hacer. Es solo el dolor, junto con las noches interminables de insomnio en este hospital, esta zona de humillación en la que no hay donde esconderse de la mirada despiadada de los jóvenes, lo que le hace desear la muerte.

          Las implicaciones de estar soltero, solitario y solo se le hacen palpables de forma más pronunciada al final de la segunda semana de estancia en la tierra de la blancura.

          -¿No tiene familia? –dice la enfermera de noche, Janet, la que se permite bromear con él-. ¿No tiene amigos? –Arruga la nariz al hablar, como si fuera una broma que él les está gastando a todos.

          -Tengo todos los amigos que quiero –responde él-. No soy Robinson Crusoe. Simplemente no quiero ver a ninguno.

 

          (Más adelante cuando ya está en su casa, y se ha enamorado de la asistenta que le atiende, -Marijana, una mujer croata emigrada a Australia con su marido y sus tres hijos-, aparece en su vida una inesperada mujer, la señora Elizabeth Costello, escritora divorciada y madre de dos hijos, que intenta hacerle comprender que es una insensatez aspirar al amor erótico en su circunstancia. Costello identifica amor con “amor erótico” e ignora que los cuidados puedan ser impartidos con mucho amor, aunque no erótico)

         

          ¿Cuánto amor necesita alguien como usted después de todo, Paul, hablando objetivamente? ¿O alguien como yo? Nada. Nada de amor. Los viejos como nosotros no necesitamos amor. Lo que necesitamos es que nos cuiden: alguien que nos coja la mano de tanto en tanto cuando empezamos a temblar, que nos preparen una taza de té y nos ayude a bajar las escaleras. Que alguien nos cierre los ojos cuando llegue el momento. Los cuidados no son amor. Los cuidados son un servicio que cualquier enfermera que se gane el sueldo puede proporcionar, siempre y cuando no le pidamos más.

(…)

          -En cualquier caso –insiste él-, mientras intentaba entender qué hace usted en mi vida, se me han ocurrido un montón de hipótesis (…) Antes de que sea demasiado tarde, me gustaría llevar a cabo algún acto que sea, perdone la palabra, una bendición, aunque sea modesta, en la vida de los demás. ¿Por qué, se preguntará? En última instancia, porque no tengo hijos a los que bendecir como padre. No tener hijos fue el gran error de mi vida, se lo aseguro. Y por eso mi corazón sangra todo el tiempo. Por eso hay una blessure en mi corazón (…) Jesucristo y su corazón sangrante nunca ha desaparecido de mi memoria, aunque ya hace tiempo que abandoné la Iglesia. ¿Por qué digo esto? Porque no quiero hacer más daño a Jesucristo con mis acciones. No quiero hacer sangrar su corazón (…) Así pues, me digo: “¿Me aprobaría Jesucristo?” Esa es la pregunta que en la actualidad me hago todo el tiempo. Ese es el criterio que intento satisfacer. No tan escrupulosamente como debería, lo admito. El perdón, por ejemplo: no tengo intención de perdonar al chico que me atropelló con su coche, no importa lo que diga Jesucristo. Pero Marijana y sus hijos… Quiero extender una mano protectora sobre ellos, quiero bendecirlos y hacerlos prosperar.

(…)

          ¿Cómo se llama cuando alguien conoce lo peor de nosotros, lo peor y lo más hiriente, y en vez de soltarlo lo que hace es reprimirlo y seguir sonriéndonos y haciendo bromitas? Se llama afecto. ¿Dónde más en el mundo, en esta etapa final, va a encontrar usted afecto, feo vejestorio? Los dos somos feos, Paul, viejos y feos. Y más que nunca nos gustaría llevar en nuestros brazos la belleza del mundo. Ese anhelo nunca muere en nosotros.



Autor: J. M. COETZEE

Título: Hombre lento

Editorial: Penguin Random House, 2008 (pp. 18-19; 150-153; 231)




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