1. Dios es la Belleza.
La Belleza, en singular y con mayúscula, es Dios y sólo Él, es la Santísima Trinidad. La creación y el hombre en particular son bellos a causa de su semejanza con Dios, por ser imagen de Dios (Gn 1), de la raza de Dios (He 17,29). La felicidad del hombre consiste en saciarse de la belleza de Dios: Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor toda mi vida, contemplar la belleza del Señor (Sal 26,4). La ascensión espiritual hacia Dios, el crecimiento de la vida cristiana en nosotros, es una ascensión hacia la Belleza y un crecimiento en la Belleza según la palabra del apóstol: Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2Co 3,18). Por eso las colecciones de escritos de los Padres del desierto sobre la vida espiritual se denominan “Filocalía”, literalmente, “amor de la belleza”.
En el cristianismo la belleza se concibe en términos de luz -Dios es Luz sin tiniebla alguna (1Jn 1,5)-y los seres son bellos en la medida en que son percibidos en la luz de Dios que los ilumina y, al iluminarlos, los transfigura: todo es bello en la medida en que está orientado hacia Dios, vuelto hacia Él, receptivo a la luz de Su rostro: Soy negra pero hermosa (Ct 1,5); todo, en cambio es feo, cuando se sustrae a la luz de Dios.
La luz de Dios es creadora, ordenadora, configuradora del ser: por ella los seres son, y son lo que son, en su integridad. El Espíritu Santo es la “luz” que nos hace ver las cosas con los ojos de Dios, con la mirada de Jesús: Él es “el conocimiento directo de la belleza” (Dostojevsky); o como dice el salmo: Por tu luz vemos la luz (Sl 36,10).