Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

15 de agosto 


24 de noviembre de 2024

(Ciclo B - Año par)




  • Su poder es un poder eterno (Dan 7, 13-14)
  • El Señor reina, vestido de majestad (Sal 92)
  • El príncipe de los reyes de la tierra nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios (Ap 1, 5-8)
  • Tú lo dices: soy rey (Jn 18, 33b-37)
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Cuando el Señor multiplicó los panes y los peces, la multitud entusiasmada quiso hacerlo rey; y entonces Jesús “huyó de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Sin embargo ahora, ante Poncio Pilato, cuando va a ser azotado, coronado de espinas y crucificado, el Señor entiende que se halla en el contexto adecuado para proclamar su realeza: “Tú lo dices: Soy Rey”.

La realeza de Cristo es proclamada en este contexto porque así se puede percibir con claridad su verdadera naturaleza. “Mi reino no es de este mundo”. Lo reinos de este mundo están fundamentados en la lógica del poder, cuya arma es la violencia ejercida por medio de los ejércitos: ejércitos de militares, ejércitos de los medios de comunicación, ejércitos de las finanzas. En cambio el reino de Cristo no se fundamenta en la lógica del poder sino en la lógica de la verdad, cuya arma es el testimonio: “Yo para esto he nacido y he venido al mundo: para ser testigo de la verdad”.

Lo propio de la violencia es que se ejerce sobre el hombre para arrancarle lo que el hombre no quiere dar. Lo propio del testimonio es que en él el hombre, voluntariamente, avala lo que testimonia con su propia vida, paga con su persona la verdad que proclama. Así lo va a hacer Jesús, que dentro de poco va a ser azotado, coronado de espinas y crucificado. Aceptando todo ello por amor, Jesús va a testimoniar que Dios es Amor (1Jn 4,8). Su sangre derramada no va a clamar venganza, sino perdón: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

El poder lucha contra la verdad y aplica la violencia contra ella. El poder flagelará a Jesús, lo coronará de espinas y lo presentará al pueblo diciendo con ironía: “Aquí tenéis al hombre” (Jn 19, 5). En la batalla entre el poder y la verdad, la verdad suele ser azotada y escarnecida; y sin embargo la última palabra será de la verdad. Pilato mandará poner un cartel sobre la cruz del Señor que indique la causa de su ejecución: Jesús nazareno rey de los judíos (INRI). Este cartel indica de qué modo ejerce Dios su reinado en la historia humana: aceptando su propia muerte y haciendo de ella un acto de amor para la salvación del mundo.

El poder humilla a la verdad y en esa humillación la verdad resplandece. Pero sólo la perciben “los que son de la verdad”: “Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”, le dice Jesús a Pilato. Hay aquí un profundo misterio que toca el corazón del hombre, que pasa por cada uno de los corazones. El corazón tiene que elegir entre el poder y la verdad. El poder tiene una enorme capacidad de fascinación, porque asegura el dominio y la disposición de las cosas de este mundo, incluyendo a las personas, a las que intenta dominar mediante la seducción o la fuerza. La verdad, en cambio, tiene una belleza humilde que viene de otro mundo. De hecho Pilato intuirá este misterio y le preguntará a Jesús: “¿De dónde eres tú?” (Jn 19,9).

Jesús no es de aquí, no es de este mundo. Y por eso su reino “no es de este mundo”. Jesús es de otro lugar. Ese “lugar” es el corazón del Padre que es sólo “amor y misericordia”. Y ése es el lugar más extraño para un mundo marcado por el egoísmo y la violencia. Jesús aceptará soportar esa violencia para que a través de ella resplandezca la dulzura de Aquel que es la Verdad y que es también amor y misericordia: “En su pasión no profería amenazas”, escribe san Pedro (1Pe 2,23).

Tal es, hermanos, nuestra condición: la elección de Cristo nos ha sacado del mundo, no en un sentido físico sino espiritual, porque ya nos somos del poder sino de la verdad. Ello hace difícil nuestra condición: oremos para que, sometidos a la violencia del poder, sepamos dar como Cristo testimonio de la verdad. Él fue “el Testigo fiel” (Ap 1,5): que su fidelidad sostenga nuestra debilidad, para que, como él, demos el “hermoso testimonio” (1Tm 6,13) ante los Poncio Pilatos de nuestro tiempo.