Hace tiempo que los catastrofistas nos lo advierten con los peores augurios: los libros son una especie en peligro de extinción y en algún momento del futuro próximo desaparecerán devorados por la competencia de otras formas más perezosas de ocio y la expansión caníbal de internet.
Este pronóstico concuerda con nuestras sensaciones como habitantes del tercer milenio. Todo avanza cada día más rápido. Las últimas tecnologías ya están arrinconando a las triunfadoras novedades de anteayer. Los plazos de la obsolescencia se acortan cada vez más. El armario debe renovarse con las tendencias de la temporada, el móvil más reciente sustituye al antiguo; nuestros equipos nos piden constantemente actualizar programas y aplicaciones. Las cosas engullen a las cosas precedentes. Si no permanecemos alerta, tensos y al acecho, el mundo nos tomará la delantera.
Los mass media y las redes sociales, con su vértigo instantáneo, alimentan estas percepciones. Nos empujan a admirar todas las innovaciones que llegan corriendo como surfistas en la cresta de la ola, sostenidas por la velocidad. Pero los historiadores y antropólogos nos recuerdan que, en las aguas profundas, los cambios son lentos. Víctor Lapuente Giné ha escrito que la sociedad contemporánea padece un claro sesgo futurista. Cuando comparamos algo viejo y algo nuevo –como un libro y una tableta, o una monja sentada junto a un adolescente que chatea en el metro-, creemos que lo nuevo tiene más futuro. En realidad, sucede lo contrario. Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas. En el futuro habrá sillas y mesas, pero quizá no pantallas de plasma o teléfonos móviles. Seguiremos celebrando con fiestas el solsticio de invierno cuando ya hayamos dejado de tostarnos con rayos UVA. Un invento tan antediluviano como el dinero tiene muchas más posibilidades de sobrevivir al cine 3D, a los drones y a los coches eléctricos. Muchas tendencias que nos parecen incuestionables –desde el consumismo desenfrenado hasta las redes sociales- remitirán. Y viejas tradiciones que nos han acompañado desde tiempo inmemorial –de la música a la búsqueda de la espiritualidad- no se irán nunca. Al visitar las naciones socioeconómicamente más avanzadas del mundo, en realidad sorprende su amor por los arcaísmos –de la monarquía al protocolo y los ritos sociales, pasando por la arquitectura neoclásica o los vetustos tranvías-.
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Por eso, ante la catarata de predicciones apocalípticas sobre el futuro del libro, yo digo: un respeto. No subsisten tantos artefactos milenarios entre nosotros. Los que quedan han demostrado ser supervivientes difíciles de desalojar (la rueda, la silla, la cuchara, las tijeras, el vaso, el martillo, el libro…). Algo hay en su diseño básico y en su depurada sencillez que ya no admite mejoras radicales. Han superado muchas pruebas –sobre todo, la prueba de los siglos- sin que hayamos descubierto ningún artilugio mejor para cumplir su función, más allá de pequeños ajustes en sus materiales o componentes. Rozan la perfección en su humilde esfera utilitaria. Por eso creo que el libro seguirá siendo el soporte esencial para la lectura –o algo muy parecido a lo que el libro nunca ha dejado de ser, incluso desde antes de la invención de la imprenta-.
Autor: Irene VALLEJO
Título: El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo.
Editorial: Siruela, Madrid, 2021, (pp. 315-317)