III Domingo de Adviento "Gaudete"

15 de agosto 


15 de diciembre de 2024

(Ciclo C - Año impar)




  • El Señor exulta y se alegra contigo (Sof 3, 14-18a)
  • Gritad jubilosos, porque es grande en medio de ti el Santo de Israel (Salmo: Is 12, 2-6)
  • El Señor está cerca (Flp 4, 4-7)
  • Y nosotros, ¿qué debemos hacer? (Lc 3, 10-18)
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¿Es el Reino de Dios fruto del esfuerzo humano? ¿Puede el hombre implantar el cielo en la tierra? La liturgia de la Palabra de este tercer domingo de Adviento aborda esta cuestión y nos da una respuesta clara y contundente: NO. El Reino de Dios es la presencia salvadora de Dios en medio de nosotros: “El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva. Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta” (Sofonías). Y esa presencia, esa venida misericordiosa y salvadora de Dios, no depende de nosotros: nosotros no nos podemos dar a Dios a nosotros mismos, porque Dios no es un producto de nuestras manos. Dios es Dios, es libre y Él viene cuando Él quiere y en el modo y la manera que Él quiere. Y normalmente ese modo y esa manera nos desconciertan.

Cada vez que los hombres han querido implantar el Reino de Dios en la tierra, lo que han hecho es fabricarse un ídolo -al que han llamado dios- e imponerlo a la fuerza a los demás. El resultado ha sido siempre el mismo: un mundo lleno de cadáveres. El siglo XX desgraciadamente lo ha ilustrado muy bien con el nazismo y el comunismo. El ídolo del primero se llamaba “raza aria” y el del segundo “sociedad sin clases”. El resultado: un montón de asesinatos cometidos “por amor” a su idea convertida en ídolo.

En el evangelio de hoy Juan el Bautista proclama claramente que él, que es un hombre, no puede implantar el Reino de Dios; que él es solamente un heraldo, un precursor. Pero que detrás de él viene uno infinitamente superior que SÍ puede implantar el Reino de Dios: “Él bautizará con Espíritu Santo y fuego” y realizará el necesario juicio, es decir, la imprescindible “separación”, para ver qué es lo que puede ser incorporado al Reino de Dios y qué es lo que no: “Él aventará su parva y reunirá el trigo en el granero y quemará la paja en una hoguera que no se apaga”.

Así pues el Reino de Dios no es obra del hombre. ¿Significa eso que la libertad y el esfuerzo humano no cuentan para nada de cara al Reino de Dios? El evangelio de hoy nos dice que ésta sería una falsa conclusión. Pues Juan el Bautista exhorta a quienes le escuchan a realizar una serie de actos libres que les dispongan a la acogida del Reino de Dios que se acerca con el Mesías que viene. Y éste es el papel de nuestra libertad y de nuestro esfuerzo humano: disponernos adecuadamente para la acogida del don de Dios que se nos da en Cristo.

Tres actitudes nos indica Juan como necesarias para ello:

a) El que tenga dos túnicas que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida haga lo mismo. Se trata de no ser indiferentes ante las necesidades de los demás, sino procurar ayudarles. Eso nos lleva a compartir: bienes materiales, tiempo, dinero, atención. Las necesidades de los demás son muy variadas y van desde lo material (alimentos, ropa) hasta lo espiritual (consideración, respeto, reconocimiento). El Señor, por boca de Juan el Bautista, nos exhorta a salir al encuentro de esas necesidades con caridad y humildad. Caridad para hacer algo por ellos; humildad para aceptar que no lo podemos hacer todo, que no podemos solucionarlo todo, pero que hacemos algo que va en la buena dirección.

b) No exijáis más de lo debido. Los hombres tenemos una tendencia al exceso por la que pretendemos a menudo ser el centro de la vida de los demás. Y entonces somos injustos y exigimos más de lo debido. Vuestros hijos, por ejemplo, os deben respeto y amor; pero no el que seáis el centro de su vida. Una cosa es que os respeten y os amen, cosa que deben de hacer. Otra muy distinta es que os adoren y que ocupéis el primer lugar en sus afectos y en su dedicación, cosa a la que no tenéis derecho.

c) No hagáis extorsión a nadie (…) contentaos con la paga. El Señor nos exhorta a conformarnos con las condiciones concretas en las que transcurre nuestra vida: hay que saber florecer donde uno ha sido plantado (y no quejarse del terreno que me ha tocado). Y también nos pide que no cometamos ningún abuso de poder. Esta palabra, que Juan dice a los militares, vale en realidad para todos. Porque todos tenemos ‘armas’ que nos dan ‘poder’. Todos podemos, por ejemplo, poner una cara triste que llame la atención de nuestros familiares y amigos y que los haga estar pendientes de nosotros, para de este modo gobernar la vida de nuestra familia y de nuestras amistades. Y eso es poder, es abuso de poder. El Señor nos dice que si queremos disponernos a la acogida del Reino de Dios que Cristo nos trae, nos abstengamos de semejantes actitudes.

Compartir, ser justos, ser humildes y moderados. Que el Señor nos lo conceda.