8 de diciembre de 2024
(Ciclo C - Año impar)
- Pongo hostilidad entre tu descendencia y la descendencia de la mujer (Gen 3, 9-15. 20)
- Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas (Sal 97)
- Que lleguéis al Día de Cristo limpios e irreprochables (Flp 1, 4-6. 8-11)
- Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo (Lc 1, 26-38)
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La liturgia de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María nos retrotrae al inicio de la creación, al paraíso en el que Dios situó al hombre recién creado a imagen y semejanza de Él, creado “en la santidad y en la justicia”. Es el hombre según el querer de Dios, el hombre conforme a su voluntad. El hombre así creado vivía en la inocencia, lo que significa que veía todas las cosas en Dios, que percibía la realidad en la mirada de Dios. Por eso dice la Escritura que “estaban desnudos y no sentían vergüenza”. En efecto, en la desnudez corporal veían el ser personal del otro, “se veían”, porque así es la mirada de Dios: “todo es puro para los puros”.
Sin embargo la serpiente, que es el diablo o Satanás, como precisa el Apocalipsis, consiguió alterar esa mirada, consiguió sacar la mirada de Adán y Eva de la mirada de Dios. Las consecuencias del primer pecado no se hicieron esperar: “vieron que estaban desnudos”. La expresión es patética, porque en realidad lo que significa es “ya no se vieron, ya no fueron capaces de percibir en la desnudez corporal la realidad personal del otro”. Iniciaron así la triste historia de la humanidad sometida a la ley del pecado: introdujeron la mirada objetivadora por la que los hombres somos incapaces de percibirnos en nuestra realidad personal y nos percibimos y tratamos como cosas, como instrumentos y no ya como fines en sí mismos. El deseo ya no fue deseo de comunión con el otro sino deseo de posesión, de dominio: “tu deseo te llevará a tu marido y él te dominará”, dijo el Señor a Eva. Y apareció el miedo de Dios: “me dio miedo porque estaba desnudo y me escondí”: es triste que el hombre se esconda de Aquel que es su Creador, su Padre y Amigo. El murmullo de los pasos de Dios en el paraíso debía producir en el hombre alegría y gozo por la presencia del Señor; sin embargo ahora, bajo la ley del pecado, produce miedo. Todo se ha alterado, las cosas ya no son lo que son, las cosas se hallan “como descoloridas” y han perdido su belleza primera, dirá San Anselmo. El hombre ha perdido el paraíso.
“Las puertas del paraíso que Eva cerró, se han abierto ahora por la Virgen María”. El sí de María a la voluntad de Dios, su correspondencia perfecta a la gracia, devuelve al hombre la posibilidad de volver a entrar en el paraíso. Ella es la puerta por la que ha amanecido sobre el mundo la luz que es Cristo, tal como canta la liturgia de la Iglesia: Salve radix, salve porta ex qua mundo lux est orta. En María encontramos el rostro del hombre tal como Dios lo ha querido: el ejercicio de la libertad humana sin ceder para nada a la atracción del pecado. En ella contemplamos a la criatura que responde amorosamente al Creador, que no tiene miedo de la presencia del Señor, que no se esconde ante Él, sino que al contrario se presenta y se ofrece a Él en una disponibilidad absoluta: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Al corazón escindido de Eva, que por un lado reconoce el mandamiento del Señor, pero por otro lado se abre a la sugerencia del Maligno, se opone el corazón perfectamente unificado de María, mujer de un único amor, mujer que mira siempre en una única dirección, la de la voluntad del Señor. Por eso María es “llena de gracia”; por eso es mortal de necesidad para los demonios, que no pueden nada ante Ella, porque no encuentran en Ella el más mínimo resquicio por donde poder entrar. Por eso María es para los demonios, “terrible como un ejército en orden de batalla”, según la expresión del Cantar de los cantares. Por eso también las puertas del paraíso que Eva cerró son abiertas ahora por María, la nueva Eva, que responde al amor del nuevo Adán, que es Cristo, con un amor virginal, esponsal y maternal, con la respuesta que Dios se merece y que Él espera de los hombres: “amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”.
Que el Señor nos conceda parecernos lo más posible a María. Para que la cabeza de la serpiente sea aplastada en nuestra vida y Dios sea glorificado en nosotros. Amén.