La cualidad biológica esencial del hombre, en contraposición a los animales, consiste en una reducción del instinto, es decir, en el “desmontaje” (evidentemente con una historia evolutiva) de casi todas las coordinaciones firmemente montadas de “accionadores”, que hacen que los animales posean modos de moverse innatos y propios de cada especie. Como consecuencia de ello la parte predominante del comportamiento humano no puede ser descrita como “instintiva”, puesto que para ella resulta esencial el uso de símbolos, lo que significa la introducción de un elemento que no tiene nada que ver con la situación concretamente dada, ya que pertenece a la esencia del símbolo la referencia a algo no dado y que no se puede deducir del contexto.
En los animales y en las plantas la naturaleza no da meramente el destino sino que ella sola lo realiza también. Pero al hombre le da solamente su destino, y le deja que lo realice él mismo. Sólo el hombre como persona tiene el privilegio de actuar en el anillo de la necesidad (que los seres meramente naturales no pueden romper) mediante su voluntad y comenzar en sí mismo una serie fresca de fenómenos (ésta es una definición kantiana de la libertad).
Morfológicamente hablando, el hombre, en contraposición a los mamíferos superiores, está determinado por la carencia que, en cada caso, hay que explicar en su sentido biológico exacto como no-adaptación, como no-especialización, como primitivismo. De modo que, del hombre, estamos obligados a decir que es un ser no-evolucionado, esencialmente negativo: le falta el revestimiento de pelo y por tanto la protección natural contra la intemperie; le faltan los órganos naturales de ataque y también una adecuada formación corporal para la huida; el hombre es superado por la mayoría de los animales en la agudeza de los sentidos; tiene una carencia mortalmente peligrosa para su vida, de auténticos instintos y durante toda su época de lactancia y niñez está sometido a una necesidad de protección incomparablemente prolongada. Con otras palabras: dentro de las condiciones naturales, originales y primitivas, hace ya mucho tiempo que se hubiera extinguido, puesto que vive en el suelo en medio de los animales huidizos ligerísimos y las peligrosas fieras depredadoras.
La tendencia de la evolución de la naturaleza va, en efecto, en el sentido de adaptar formas orgánicamente muy especializadas a sus respectivos medios ambientes concretos. Es decir, aprovechar los diversos “medios ambientes” surgidos en la naturaleza con una variedad innumerable, como espacios vitales para los seres vivos que se adaptaron a ellos. Por el contrario, el hombre, visto morfológicamente, no tiene prácticamente ninguna especialización. Consta de una serie de no-especializaciones que, desde el punto de vista biológico-evolutivo, hay que calificar como primitivismo. Por ejemplo, su dentadura tiene una carencia de huecos que es totalmente primitiva, y una indeterminación de estructura por la que no pertenece ni a los herbívoros, ni a los carnívoros (pues no posee la mandíbula de un depredador). Con respecto a los grandes monos, que son animales arborícolas altamente especializados, con brazos superdesarrollazos para trepar y colgarse, que tienen pies para trepar, pelo por todo el cuerpo y poderosos colmillos, el hombre es un ser desesperadamente inadaptado. Es de una medianía biológica única en su género y se resarce de esa carencia solamente mediante su capacidad de trabajo, es decir, con sus manos y su inteligencia. Precisamente por eso está erecto, mirando a su alrededor, y sus manos están libres.
El instinto se basa en una super-especialización de la percepción, con la que el animal detecta los estímulos que son de importancia vital para él, bien porque representen un peligro o, al contrario, una respuesta a alguna de sus necesidades. A esa percepción super-especializada está conectada una “reacción”, es decir, un comportamiento unívoco. En esta conexión entre percepción y comportamiento unívoco consiste, precisamente, el instinto.
En el caso del ser humano hay comportamiento instintivo siempre que los órganos trabajan “como les es propio”; por ejemplo, cuando los niños maman, o cuando hacen sus ejercicios para agarrar las cosas y quizá también sus movimientos para abrazar. Naturalmente, se puede dar por segura una raíz instintiva de la vida sexual. Pero por encima de éstos y de algún otro ejemplo que se podría discutir, la verdad es que nosotros los hombres sólo conocemos y actuamos como hombres-culturales, es decir, como seres ocupados en acciones indescriptiblemente variadas y realizadas en un medio social: acciones que no se pueden entender sin las acciones de otros hombres y que han sido aprendidas. En nuestro caso no tiene ningún sentido hablar de modelos cinéticos heredados, que acudirían en las situaciones claves, es decir, de auténticas acciones instintivas.
Es una ingenuidad creer que los animales tienen el mismo “mundo” que nosotros los hombres. Como Arnold Gehlen ha recordado con numerosos ejemplos, cada especie animal tiene un circum-mundo propio, específico suyo, para cuyo dominio y experimentación posee un sistema de órganos especializados. Recordemos el ejemplo de la garrapata: la garrapata espera en las ramas de cualquier arbusto, para caer sobre cualquier animal de sangre caliente o hacer que él se la lleve. Careciendo de ojos, posee en la piel un sentido general lumínico, al parecer, para orientarse en el camino hacia arriba, cuando trepa hacia su punto de espera. La proximidad de la presa se la indica, a ese animal mudo y ciego, el sentido del olfato, que está determinado sólo al único olor que exhalan todos los mamíferos: el ácido butírico. Ante esa señal se deja caer y cuando cae sobre algo caliente y ha alcanzado su presa, prosigue su sentido del tacto y de la temperatura hasta encontrar el lugar más caliente, es decir, el que no tiene pelos, donde perfora el tejido de la piel y chupa sangre. Así pues, el “mundo” de la garrapata consta solamente de percepciones de luz y de calor y de una sola cualidad odorífera. Está probado que no tiene el sentido del gusto. Una vez que ha llegado a su fin su primera y única comida, pone sus huevos y muere.
El concepto de circum-mundo no es aplicable al hombre, ya que precisamente en el lugar en que se halla el circum-mundo para los animales, se halla, en el caso del hombre, lo que constituye su “segunda naturaleza”, es decir, la cultura, que no puede ser considerada, bajo ningún aspecto, como un componente más del medio ambiente. Los animales viven perfectamente encajados en un determinado circum-mundo fuera del cual les es imposible subsistir. Por circum-mundo debemos entender el medio ambiente, es decir, la totalidad de las condiciones que permiten a un determinado organismo mantenerse en vida, en virtud de su organización específica. En cambio el hombre no posee un circum-mundo propio y específico -salvo el conjunto de condiciones muy generales, necesarias para cualquier organismo vivo, de aire, presión atmosférica etc.- sino que puede vivir en cualquiera de los múltiples circum-mundos que integran el planeta tierra. Vive en los desiertos, en las regiones polares, en las selvas vírgenes, en las altas montañas, en las estepas y, sobre todo, en las ciudades. Pues el hombre -a diferencia del animal- no vive en una relación de acomodamiento orgánico o instintivo a un determinado circum-mundo, sino que mediante una mutación planificada y previsora, a partir de cualesquiera circunstancias existentes, crea para sí su esfera cultural, que tiene para él el valor que el medio ambiente o circum-mundo tiene para el animal. Dicho con otras palabras: el hombre es esencialmente un ser cultural.
El hombre es por naturaleza un ser cultural a causa de la reducción del instinto que le caracteriza. En efecto, frente a la firme vinculación entre necesidad-estímulo-respuesta que caracteriza el universo del instinto por el que se rige el animal, en el caso del hombre nos encontramos con un evidente -y sorprendente- “desmontaje” de la misma, de tal manera que ante la necesidad y el estímulo el hombre puede siempre articular diferentes respuestas. La firme conexión entre estos elementos propia del instinto ha sido sustituida, en el caso del hombre, por el universo cultural: entre la necesidad y el estímulo por un lado y las posibles y diferentes respuestas por otro, se encuentra la cultura, un universo de símbolos, de referencias a algo no-dado empíricamente en la situación concreta, pero que se revela de vital importancia para el hombre. La materialidad propia del animal le hace existir en un ajuste perfecto con su medio ambiente, le hace existir como función de un determinado medio ambiente; en cambio la espiritualidad del hombre le permite existir en cualquier medio ambiente del planeta tierra, y además no como ‘función’ sino como opción, como libertad que puede dar lugar a diferentes comportamientos que no están predeterminados por el ambiente.
Autor: F. COLOMER FERRÁNDIZ
Título: Palabras sobre el hombre. Apuntes para una antropología filosófica
Editorial: Instituto Teológico San Fulgencio, Murcia, 2020, (pp. 153-160)