IV Domingo de Adviento

15 de agosto 

 

22 de diciembre de 2024

(Ciclo C - Año impar)




  • De ti voy a sacar al gobernador de Israel (Miq 5, 1-4a)
  • Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve (Sal 79)
  • He aquí que vengo para hacer tu voluntad (Heb 10, 5-10)
  • ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? (Lc 1, 39-45)
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El evangelio de hoy es de una singular belleza: nos presenta a dos mujeres puras, llenas de belleza espiritual, que se encuentran en el Espíritu Santo y, por ello mismo, son capaces de percibirse en su verdad más profunda, aceptando y agradeciendo, llenas de alegría, la obra de Dios en cada una de ellas. Cuando uno contempla el encuentro de la Virgen María y de su prima santa Isabel, uno desea que todos los encuentros humanos que va a tener en esta vida sean así: encuentros en el Espíritu Santo, llenos de verdad y de alegría, llenos de agradecimiento al Señor.

Pero para que esto ocurra es necesario que ocurra antes algo más oculto y más misterioso, que es la causa de toda esta belleza, de esta efusión del Espíritu Santo. Y de ese misterio escondido nos habla la segunda lectura de hoy, sacada de la Carta a los Hebreos. En ella se nos revela la actitud de Cristo al entrar en el mundo, lo que el Señor dice en su corazón cuando se encarna en el seno de la Virgen María y se hace hombre por nosotros: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”.

Los hombres solemos tener siempre la idea de querer contentar a Dios, estar a buenas con Él, “quedar bien” con Él, entregándole algunas cosas, haciéndole, como quien dice, algunos regalos. Esta idea nuestra no es mala, porque darle a Dios nuestras cosas es una manera de reconocer que Él es importante para nosotros. De hecho el Señor, a través de la ley de Moisés, inculcó al pueblo de Israel todo un sistema de “sacrificios, ofrendas, holocaustos y víctimas expiatorias”, con el que, en el fondo, se le ensañaba al pueblo de Israel -y a través de él a toda la humanidad- que en la relación con Dios hay que dar. Dios es Amor, Dios es donación, y “amor con amor se paga”. La respuesta digna al don recibido es el don dado. Por eso los “sacrificios, ofrendas, holocaustos y víctimas expiatorias” tienen un valor educativo: nos sirven para aprender que, en la relación con Dios, hemos de dar.

Sin embargo, la plenitud de la Revelación, que es Cristo, nos lleva más lejos y nos enseña una verdad superior: que Dios espera de nosotros que nos demos a Él; que el don que Él espera de nosotros no es el de unas cosas nuestras, sino el de nuestra persona, el de nuestra vida entera, el de todo nuestro ser. Quien nos ha enseñado esto es Cristo, el cual, al entrar en el mundo, dijo: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo”. “Un cuerpo” quiere decir una existencia en la precariedad y la vulnerabilidad, una vida sometida a necesidades y al dolor y la muerte. Y eso precisamente es lo que Dios espera de mí: que yo le entregue, no unas cosas mías, sino mi vida entera. El niño que va a nacer en Belén viene para esto: para entregar su vida. Y esa entrega nos va a obtener la salvación: “Y por la oblación del cuerpo de Jesucristo todos quedamos santificados”.

Detrás del encuentro entre María e Isabel está este “sí” de Cristo, esta entrega incondicional a la voluntad del Padre que hace el Señor; está también el “sí” de la propia Virgen María: “aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Y cuando al “sí” de Dios responde el “sí” del hombre, como ocurre en María, entonces se produce la efusión del Espíritu Santo, y la luz y la sabiduría del Espíritu de Dios lo inundan todo y lo revisten de belleza.

También de cada uno de nosotros espera Dios ese “sí” por el que le entreguemos, no “algo nuestro” sino a nosotros mismos, la totalidad de nuestra vida; para que la Navidad se siga repitiendo a lo largo de la historia humana; para que nuestros encuentros humanos se produzcan en el Espíritu Santo y estén llenos de belleza y verdad. Que así sea.