La confirmación

1. Los sacramentos.

Un sacramento es un signo sensible y eficaz de la acción de Dios en nosotros. El sacramento es un signo, es decir, algo que remite a una realidad distinta de sí mismo, algo que significa una realidad invisible. Es un signo sensible, es decir, posee una “fisicidad”, una “materialidad”, en base a la cual puede ser percibido corporalmente. Es un signo eficaz porque produce aquello mismo que significa. Así por ejemplo en el bautismo el agua significa la limpieza, la muerte y la vida, es un elemento material, visible, perceptible y el bautismo produce lo que significa: lava de los pecados, hace morir al hombre viejo y hace nacer el hombre nuevo.

Los sacramentos son signos sensibles y eficaces de la acción de Dios en nosotros. Ningún sacramento nos da una “cosa”, sino una “acción”, es decir, un “gesto”, que tiene que ser percibido y acogido por nosotros. Ocurre que Dios es un ser personal y que nosotros también lo somos. El mundo de las personas es diferente del mundo de las cosas. El mundo de las cosas está regido por la causalidad mecánica, por las leyes naturales que rigen el devenir del universo; en él la eficacia es una cuestión de “fuerza”. El mundo de las personas, en cambio, está regido por la libertad. Los sacramentos nos entregan los diferentes gestos que la libertad de Dios lanza hacia la libertad del hombre. Esos gestos son portadores de una gran fuerza, de un poderoso dinamismo de transfiguración. Pero como estamos en el mundo de las personas y no en el de las cosas, para que ese dinamismo se despliegue en toda su eficacia, es imprescindible que el hombre sea receptivo hacia esos gestos y los acoja.

2. Los sacramentos de la iniciación cristiana.

El bautismo, la confirmación y la eucaristía son los tres sacramentos de la iniciación cristiana. Mediante ellos el ser cristiano es configurado en su plenitud y belleza, quedando plenamente incorporados al misterio pascual de Cristo y a su comunidad de salvación que es la Iglesia. San Juan lo expresa bellamente diciendo: Pues tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres convienen en lo mismo (1Jn 5,7-8). El agua designa el bautismo, la sangre la eucaristía y el Espíritu la confirmación.

Jesús se presentó a sí mismo, en la sinagoga de Nazaret, como Mesías, es decir, como “ungido” por el Espíritu del Señor (Lc 4, 16-21): “La noción de unción sugiere que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. Pues del mismo modo que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite, no hay ningún intermediario, así es también inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal manera que para encontrar al Hijo por la fe, es necesario encontrar antes el aceite por el contacto” (San Gregorio de Nisa).

De hecho Jesús se manifiesta en su vida como alguien que se deja conducir por el Espíritu Santo (Lc 4, 1 y 14) y que actúa con la fuerza y el poder propios del Espíritu de Dios. Jesús, en efecto, explica sus prodigios como obra del Espíritu de Dios que expulsa los demonios e instaura, así, el Reino de Dios (Mateo 12, 28), y su misión fue presentada por Juan el Bautista como un “bautizar con el Espíritu Santo”: He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. Y yo no le conocía pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: 'Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ése es el que bautiza con Espíritu Santo'. Y yo lo he visto y doy testimonio que éste es el Elegido de Dios (Juan 1, 33-34). Jesús, en efecto, declara a Nicodemo: En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios (Jn 3,5).

3. El papel del Espíritu Santo en la vida cristiana.

Así pues lo primero para ser cristiano es un nuevo nacimiento que se opera en nosotros por la acción del Espíritu Santo. Este nuevo nacimiento hace que de las entrañas del creyente manen torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él (Jn 7, 38-39). Con esta y otras imágenes Jesús anuncia la vida nueva que ha venido a traer, que es la propia vida divina, y la vincula al Espíritu Santo como “Señor y dador de vida”, según decimos en el Credo. Es la vida que, en Cristo, se ha manifestado ya victoriosa sobre la muerte y que, por lo tanto, permite proclamar: Si el Espíritu de Aquél que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, dará también vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Rm 8,11). Aquí reside toda la novedad cristiana: en la victoria sobre la muerte.

Jesús nos habló del Espíritu Santo diciendo que es libre como el viento que sopla sin que sepas de dónde viene ni a dónde va y nos anunció que así sería todo el que nace del Espíritu (Juan 3, 8). El Espíritu Santo nos hace libres liberándonos, ante todo, de las falsas imágenes de Dios y revelándonos su verdadero rostro, es decir, el rostro paterno de Dios: pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (Romanos 8, 15-16). Nos libera también, en segundo lugar, enseñándonos que la verdadera libertad no consiste en el libertinaje propio del pecado, pues todo el que peca es esclavo del pecado (Jn 8,34), sino en la cruz de Cristo, pues los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y apetencias (Gálatas 5, 24). De tal manera que si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu (Gálatas 5, 25), evitando por completo las conocidas obras de la carne: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, ira, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes (Gálatas 5, 19-21) y realizando, en cambio, los frutos del Espíritu: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gálatas 5, 22). De esta manera el Espíritu Santo, haciéndonos gustar la belleza de Dios, rescata nuestra libertad de la engañosa seducción del concepto mundano de libertad.

4. El sacramento de la confirmación.

“El sacramento de la confirmación hace más perfecta la vinculación con la Iglesia, y quienes lo reciben son enriquecidos con la fuerza especial del Espíritu Santo y obligados así más estrictamente a difundir y defender la fe, con la palabra y con la acción, como verdaderos testigos de Cristo” (Concilio Vaticano II, L.G. 11). La confirmación es, pues, como un “embellecimiento”, como un “arreglar” la casa de la vida cristiana (que ya está construida por el bautismo). Este “embellecimiento” lleva el don de la vida divina recibida en el bautismo a una plenitud y perfección que se manifiesta en dos cosas:

    1) un sentido más grande de la pertenencia a la Iglesia. El Espíritu Santo, en el sacramento de la confirmación, nos permite comprender y vivir que la Iglesia es nuestra verdadera casa, nuestra auténtica patria, porque ella es el “lugar” donde Dios nos encuentra y nos entrega nuestro verdadero ser, nuestra identidad más personal y única. Por eso se cumplen en ella las palabras del salmo uno por uno todos han nacido en ella, el Altísimo en persona la ha fundado,

    2) una mayor fuerza y valentía para dar testimonio de Cristo en el mundo, según las palabras del propio Señor: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra (He 1,8). De este modo el cristiano es hecho capaz de cumplir la misión recibida de predicar, en el nombre del Mesías Jesús, la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos (Lc 24,47).

Tres son los símbolos que entran en juego en el sacramento de la confirmación: la imposición de manos, la unción con el santo crisma y la señal de la cruz.

- la imposición de manos es un signo muy bíblico que se emplea para comunicar algo, para transmitir una bendición, o una liberación o la donación del Espíritu Santo (que es la síntesis de toda bendición y la fuente de toda liberación). Jesús empleaba este signo para bendecir a los niños y, a menudo, para realizar curaciones. Los apóstoles lo emplearon para conferir el don del Espíritu Santo (He 19,6) y éste es el significado que tiene en la confirmación.

- la crismación o unción con el santo crisma (aceite perfumado con hierbas y consagrado por el obispo en la misa crismal) es un gesto de honda raigambre bíblica. Con aceite, en efecto, se ungía a los reyes, a los sacerdotes y a los profetas en el Antiguo Testamento. El aceite es fruto del olivo que simboliza la paz, el gran don que Dios regala a su pueblo y que significa la misma salvación. La palabra “crisma” viene de “Cristo” que significa “ungido”. De Jesús, en efecto, habla el salmo cuando afirma: El Señor tu Dios te ha ungido con aceite de júbilo, entre todos tus compañeros. A mirra, áloe y acacia huelen tus vestidos (Sl 44,8-9). Esta “unción” del Señor la realizó el propio Espíritu Santo en el bautismo en el Jordán, cuando se posó sobre él en forma de paloma (Jn 1,33-34. Mt 3,16). La crismación significa una “impregnación” del Espíritu Santo, que nos hace “ungidos en el único Ungido”, y que hace que nosotros despidamos “el buen olor” de Cristo (2Co 2,14-16), es decir, hagamos presente a Cristo en la “atmósfera” del mundo.

- la señal de la cruz con la que se unge la frente de quien recibe la confirmación es como el “sello” que indica quien es el “propietario” de una realidad. Al ungir con el santo crisma la frente del cristiano se significa que pertenece a Jesucristo, simbolizado por la señal de la cruz.