XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

6 de octubre de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • Y serán los dos una sola carne (Gen 2, 18-24)
  • Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida (Sal 127)
  • El santificador y los santificados proceden todos del mismo (Heb 2, 9-11)
  • Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre  (Mc 10, 2-16)
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¿Cuándo un hombre y una mujer hacen alianza de amor en el matrimonio, esta alianza, es para siempre o es sólo para un tiempo? La cuestión se la plantean a Jesús “para ponerlo a prueba”. Es una cuestión comprometida porque la praxis común entre los judíos, en tiempos de Jesús, otorgaba de facto al varón -y sólo al varón- el derecho de repudiar a su mujer. Si Jesús criticaba esta praxis perdería simpatizantes. El Señor Jesús, que no está pendiente de su imagen sino de la verdad (Jn 18,37), declara contundentemente que el divorcio es contrario a la voluntad de Dios, que es fruto de la “dureza de corazón”.

“Dureza de corazón” según la Biblia (Dt 10,12-22; Jer 4,4) es lo que surge cuando el hombre se cierra ante la grandeza y la bondad de Dios. El Señor sugiere, por lo tanto, que tenemos que aprender a ver en el marido o en la mujer, ante todo, un don de Dios, un regalo suyo, y no una posesión personal de la que me puedo desprender cuando a mí me apetezca.

Al principio no fue así, dice el Señor. “Al principio”, es decir, cuando el hombre estaba recién salido de las manos del Creador y todavía no había estropeado su ser por el pecado. Entonces el hombre y la mujer se recibían el uno al otro como un don de Dios, como un signo del amor fiel y permanente, eterno, de Dios. Y se amaban el uno al otro gratuitamente, es decir, como ama Dios. Y en su mutuo amor se decían el uno al otro: caminaré contigo y cuidaré de ti; me encontrarás siempre a tu lado dispuesto a ayudarte a ser, porque te amo.

A nosotros, después del pecado, no nos gusta que nos amen gratuitamente, porque somos orgullosos; queremos que nos amen por nuestra belleza, por nuestro valor, porque somos tan estupendos que, quienes nos aman, no pueden dejar de hacerlo, no pueden vivir sin nosotros. Así de orgullosos somos. Pero todo eso no es verdad. Quien más y mejor nos ama, que es Dios, no nos necesita para nada y puede existir perfectamente sin nosotros. Y, sin embargo, ha querido que seamos y que seamos para siempre. Pero no por una necesidad suya (eso sería egoísmo) sino por amor, por el gozo de que el otro -en este caso nosotros- sea.

Este amor, que no busca ningún beneficio ni ningún interés, se llama caridad. Sin caridad el matrimonio, tal como Dios lo quiere, es imposible. Lo que empieza como eros, es decir, deseo de la belleza del otro, sólo puede vencer el desafío del tiempo como ágape, es decir, como caridad. El amor que nace del deseo y que es deseo del otro, tiene que ir siendo reemplazado por el amor puramente gratuito, que es el amor que Dios es y con el que Dios nos ama. Y eso nos exige olvido de nosotros mismos y atención y cuidado del otro porque es un don de Dios; nos exige también humildad para aceptar ser amado así, no por mi belleza, sino por amor a Dios, porque soy un regalo de Dios y uno no se deshace de los regalos que Dios le hace.

El episodio de los niños nos plantea la cuestión del significado de Jesús para el hombre. ¿Quién es Jesús para el hombre? ¿Es un personaje pintoresco que da lo mismo conocer que no conocer? ¿O es lo más esencial para el hombre? Quienes se acercan a Jesús y piden que bendiga a sus hijos, intuyen que Jesús es alguien en quien el poder de Dios actúa; los discípulos, en cambio, sorprendentemente, consideran impertinente o superfluo este deseo. El Señor Jesús no está de acuerdo con ellos: Jesús piensa que este deseo es pertinente; es más, que es el deseo más inteligente y adecuado a la verdad profunda del hombre. Porque Cristo es la plenitud del hombre, de cada hombre, y desear el encuentro y la protección de Cristo es lo que mejor corresponde al deseo del corazón humano. Por eso Jesús se enfada y dice dejad que los niños se acerquen a mí.

Muchos padres, hoy en día, no acercan a sus hijos a Jesús; quieren que, cuando sus hijos sean mayores, decidan por sí solos si se bautizan o no. Pero ya sabemos que la fe no es de todos (2Ts 3,2), y quienes no tienen fe, no pueden reconocer en Cristo la plenitud del hombre. Oremos y trabajemos, para que todos lleguen a la fe.

Finalmente Jesús proclama que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Los niños no se ganan con su trabajo el pan que comen, ni los vestidos que llevan, ni los libros que usan, ni los juguetes con que juegan. Para los niños vivir es un regalo continuo, no el fruto de su esfuerzo personal. Pues el Señor nos recuerda que, ante Dios y su reino, nos hemos de situar como los niños se sitúan ante la vida, sabiendo que es un regalo, un don gratuito, y que nunca será el fruto de nuestros esfuerzos y de nuestro trabajo, que nunca “tendremos derecho” al reino de Dios, que éste será siempre un regalo gratuito de su amor.