1. Estudio y oración: el papel de la atención.
“Lo primero que ocurre cuando uno empieza a alejarse de Dios, es el fastidio por el estudio” (Abelardo). La clave de una concepción cristiana del estudio es que la oración exige atención, exige que toda la atención de la que el alma sea capaz, esté orientada hacia Dios. La calidad de la atención está estrechamente ligada a la calidad de la oración, pues orar es atender a Dios que ora en nosotros. El calor del sentimiento no la puede suplir. Sólo la parte más elevada de la atención entra en contacto con Dios en la oración, pero toda la atención está dirigida a Él. Los ejercicios escolares desarrollan, ciertamente, una parte menos elevada de la atención, pero tienen una eficiencia para acrecentar aquel poder de la atención que será disponible en el momento de la oración.
La atención consiste en dejar nuestro pensamiento disponible, vacío y permeable al objeto, para que éste pueda manifestarse tal como es. La atención nos sitúa en una actitud de receptividad y acogida que es tan importante para el conocimiento como para la oración y la vida de la fe. Pues los bienes más preciosos no pueden buscarse sino esperarse: si el hombre se empeña en buscarlos con su esfuerzo, lo único que encontrará serán falsos bienes, de los que no sabrá, ni siquiera, reconocer su falsedad.
Actualmente parece que esto se ignora, pero el objetivo real y el interés casi único del estudio es formar la facultad de la atención. La mayor parte de los ejercicios escolares tienen también un cierto interés intrínseco, pero es un interés secundario. Todos los ejercicios que realmente reclaman nuestra capacidad de atención son interesantes en cuanto desarrollan y educan nuestra capacidad de atención. No tener aptitudes o gusto natural por la geometría no impide para nada que la búsqueda de solución de un problema, o el estudio de una demostración, desarrolle la atención. Casi, al contrario, es una circunstancia favorable.
2. La fe y el deseo.
Certezas de este tipo son dadas por la experiencia. Pero si no se cree antes de haber hecho la prueba, o al menos no nos comportamos como si se creyese, no se hará nunca la experiencia que da acceso a estas certezas. Esto en realidad ocurre con todos los conocimientos útiles para el progreso espiritual: si no son adoptados como regla de conducta antes de haberlos verificado, si no se permanece fiel a ellos durante un largo periodo de tiempo, sólo por un acto de fe, una fe inicialmente tenebrosa, sin luz, no se transformará jamás en certeza. La fe es una condición indispensable.
El soporte de la fe es la garantía de que si pedimos pan al Padre, Él no nos dará piedras. Si hacemos un esfuerzo para desarrollar nuestra capacidad de atención, con el único propósito de acrecentar en nosotros la aptitud para alcanzar la verdad, este esfuerzo es siempre eficaz, pues el deseo de la verdad y de la luz produce en nosotros, más pronto o más tarde, un encuentro con la luz de la verdad. Si se busca con verdadera atención la solución de un problema de geometría, por ejemplo, y después de una hora se está en el mismo punto que al comienzo, cada minuto de esa hora constituye un progreso en la dimensión misteriosa e importante de la oración. Sin que se sepa y sin que se note este esfuerzo de atención ha introducido más luz en nuestra alma y el fruto se encontrará más tarde en la oración y en cualquier campo de la inteligencia, quizás completamente distinto al de las matemáticas. Y la intensidad de este fruto es proporcional a la intensidad de nuestro deseo y del esfuerzo realizado.
3. La pureza de intención.
¡Hay algunos que quieren conocer por el solo fin de conocer, y ésta es innoble curiosidad. Hay otros que quieren conocer para ser ellos mismos conocidos, y ésta es innoble vanidad. También hay algunos que quieren conocer para vender su ciencia, por ejemplo, por dinero o por tener honores, y esto es innoble mercado. Pero están también aquellos que quieren conocer para construir, y esto es caridad. Y están, finalmente, aquellos que quieren conocer para ser edificados, y esto es prudencia” (San Bernardo).
Para que el estudio nos obtenga los bienes espirituales de los que hablamos, es necesario tener una actitud hacia él que rebase el mero interés de obtener buenas notas o prepararse profesionalmente, y que se centre en la capacidad que el estudio tiene de desarrollar la atención. Por eso hay que aplicarse al estudio por encima de los gustos o de las aptitudes naturales, trabajando con intensidad todas las asignaturas y esforzándose por realizar bien todos los ejercicios.
Fruto de esta actitud tiene que ser el esfuerzo por revisar cuidadosamente cada ejercicio académico mal hecho, en toda la fealdad de su mediocridad, sin buscar excusas, sin descuidar ningún error ni ninguna corrección del profesor, intentando volver a empezar desde el origen de cada fallo. Existe una gran tentación de hacer lo contrario, de echar un vistazo rápido al ejercicio corregido, cuando se ha hecho mal, y esconderlo lo más rápidamente posible. Es necesario rechazar esta tentación.
Se conquista así, sobre todo, la virtud de la humildad, tesoro infinitamente más precioso que cualquier progreso académico. Pues obligándose a observar, con los ojos y con el espíritu, un ejercicio académico equivocado, se advierte con claridad meridiana la propia mediocridad. Y ningún conocimiento es más deseable que éste, pues quien entra por él ha entrado en el camino justo.
4. El papel del deseo.
En el trabajo manual la voluntad es el principal instrumento del aprendizaje. No así en el trabajo intelectual, pues la inteligencia sólo puede ser guiada por el deseo. El deseo de aprender, la alegría de aprender, es tan indispensable para el estudio como la respiración para los atletas. Si falta este deseo y esta alegría no existe un estudiante. Y es precisamente esta función del deseo la que permite transformar el estudio en una preparación para la vida espiritual; pues tan sólo el deseo orientado hacia Dios es lo que puede elevar el espíritu. Es cierto que en la vida de la fe es Dios quien desciende para aferrar el espíritu y elevarlo; pero lo es también el hecho de que es el deseo quien empuja a Dios a descender. Pues Dios viene solamente para aquellos que lo pidan, para aquellos que se lo pidan larga y ardientemente.
Desear apasionadamente encontrar la solución de un problema de geometría, o realizar bien una traducción, o comprender adecuadamente un acontecimiento histórico, o la estructura de los seres vivos, o de nuestro planeta, no son, en sí mismos, un gran bien. Pero esa pasión por conocer una verdad particular, afianza y desarrolla en nosotros el deseo de la Verdad única, de aquella Verdad que un día dijo con voz humana: “Yo soy la Verdad”. Y en esto reside el gran valor del estudio para la vida espiritual.