V Domingo de Cuaresma

29 de marzo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Pondré mi espíritu en vosotros y viviréis (Ez 37, 12-14)
  • Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa (Sal 129)
  • El Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros (Rom 8, 8-11)
  • Yo soy la resurrección y la vida (Jn 11, 1-45)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

El domingo pasado la liturgia de la Iglesia nos recordaba que Cristo es la Luz del mundo, presentándonos la curación de un ciego de nacimiento. Hoy nos dice que él es la Vida que ha vencido a la muerte, narrándonos la resurrección de Lázaro.

Los Padres de la Iglesia subrayan que el Señor, durante su vida terrena, realizó tres resurrecciones de muertos: la de la hija de Jairo, el presidente de la sinagoga, la del hijo de la viuda de Naím y la de su amigo Lázaro, el hermano de Marta y de María. San Agustín nos recuerda que la peor muerte que existe no es la muerte física del cuerpo, sino la muerte espiritual del alma, la que acontece por obra del pecado mortal, que mata en nosotros la vida divina, que arrebata de nuestra alma la presencia de las Tres divinas Personas. San Agustín ve en, en estas tres muertes y resurrecciones, tres símbolos de las diferentes maneras cómo puede morir el alma, y del poder de Cristo para resucitarnos de cada una de ellas.

La hija de Jairo acababa apenas de morir cuando el Señor la resucitó llamándola con aquellas palabras: talitha qumi (muchacha, a ti te lo digo: levántate). En esa muerte San Agustín ve un símbolo del pecado de pensamiento, que no ha traspasado la barrera de la interioridad humana, que ha consistido en un acto del corazón por el que el hombre ha consentido en algo malo, sin que eso malo salga al exterior. Ese pecado mata la vida divina del alma, pero Cristo nos puede sacar de él.

En la muerte del hijo de la viuda de Naím, San Agustín ve un símbolo de la muerte del alma por medio del pecado de obra, que uno ha cometido en lo exterior, así como del poder que tiene Cristo de devolvernos a la vida y de entregarnos a nuestra madre -la Iglesia- que llora afligida nuestra muerte espiritual.

En la muerte de Lázaro San Agustín ve un símbolo de la muerte espiritual que provoca en el hombre el hábito perverso de pecar. “Porque una cosa es pecar, y otra tener el hábito perverso del pecado. Quien peca y al punto se enmienda, pronto vuelve a la vida, porque aún no está amarrado por el hábito; aún no está sepultado. Pero quien tiene el hábito del pecado está ya sepultado, y bien puede decirse que ya hiede”. Santa Catalina de Siena tenía el don especial de “oler” el estado espiritual de las almas, lo cual la sometía a situaciones insoportables para ella, pues, estando al lado de determinadas personas, sentía físicamente la hediondez del pecado. 

La resurrección de Lázaro nos recuerda que Cristo es el Señor de la vida y de la muerte y que está dispuesto a buscarnos incluso en nuestros sepulcros, en los sepulcros en los que el hombre se ha metido a causa del hábito reiterado de pecar: “Yo mismo abriré vuestros sepulcros y os sacaré de vuestros sepulcros, pueblo mío”, hemos escuchado en la primera lectura, por boca del profeta Ezequiel. El Evangelio de hoy nos entrega un mensaje de esperanza: cualquiera que sea la situación espiritual en la que el hombre se haya colocado a causa de sus pecados, el amor y el poder del Señor es más fuerte que ella y Cristo no da por perdido a ningún hombre.

Pero para ello es necesaria la fe: “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. “Ten, pues fe –comenta San Agustín- y aunque estés muerto vivirás. Pero, si no tienes fe, aunque estés con los que viven, estás muerto”. Pues si la fe está dentro de tu corazón, allí está Cristo dando voces, gritando con voz poderosa: “Lázaro, ven afuera”. La desgracia más grande es no tener fe, es no haber encontrado a Cristo. Porque entonces hasta los bienes se nos convierten en males: cuanto más bienes -cualidades, éxitos profesionales, afectivos, familiares etc.- tiene una persona, peor, porque esos bienes le afianzan en la falsa idea de que su vida marcha bien, de que camina en la dirección correcta, cuando en realidad está perdido y camina sin rumbo, porque fuera de Cristo no hay nada.

En el evangelio de hoy hay una frase que se repite dos veces, pronunciada por Marta y después por María: “Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano”. De cuantas cosas bellas de la vida se puede decir, por desgracia esto: “Señor, si hubieras estado aquí mi matrimonio no habría fracasado, mi generosidad y mi entusiasmo en el trabajo, en la educación de los hijos, no habría menguado o incluso desaparecido”. Pero el Señor siempre está con nosotros, nunca se aleja, nunca está ausente: somos nosotros quienes no prestamos atención a su presencia, quienes, llevados por el orgullo, decidimos actuar “desde nosotros mismos”, seguros de nuestra sabiduría y capacidad, y entonces lo estropeamos todo.

Termino con una breve oración que hace San Gregorio Nacianceno comentando este evangelio: “Por tu palabra, Señor, resucitaste a la hija de Jairo. Por tu palabra resucitaste también al hijo de la viuda de Naím y a tu amigo Lázaro. Haz, Señor, que yo sea el cuarto a quien tú resucitas”. Amén.