Martes de la IV Semana de Cuaresma

24 de marzo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Vi agua que manaba del templo, y habrá vida allí donde llegue el torrente (Ez 47, 1-9. 12)
  • El Señor del universo está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob (Sal 45)
  • Al momento aquel hombre quedó sano (Jn 5, 1-16)
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El manantial inagotable (Ez 47, 1-9.12) 

La visión que tuvo el profeta Ezequiel es una profecía simbólica de Cristo en la cruz, de cuyo costado, atravesado por la lanza del soldado, brotó sangre y agua (Jn 19, 34) –el bautismo y la eucaristía- los sacramentos a través de los cuales Dios inunda el mundo con su misericordia. Y todo lo que sea alcanzado por este torrente de la misericordia, será saneado, curado, restablecido, vivificado. Incluso “el mar de la Sal”, es decir, incluso las situaciones en las que ya no hay posibilidad humana de vida, por el espesor de los pecados que el hombre ha cometido y que le que han conducido a un callejón sin salida. Incluso todo eso será redimido, porque la potencia de la misericordia de Cristo es superior a la fuerza del mal. Si un hombre sumerge su desesperación en el torrente de la misericordia divina, todo será rescatado. Hay esperanza para todos. 

El pecado y la enfermedad (Jn 5, 1-16) 

El mismo Señor que, en el evangelio del domingo pasado, dijo a sus discípulos que el hombre ciego de nacimiento no había pecado, como tampoco lo habían hecho sus padres (Jn 9, 3), desvinculando de ese modo la ceguera de ese hombre del pecado, hoy le dice al hombre que llevaba treinta y ocho años enfermo, y al que acaba de curar, que no peque más “no sea que te ocurra algo peor”. Hay, pues, una misteriosa conexión entre el pecado y la enfermedad y el sufrimiento humano, aunque no es una conexión unívoca y, en consecuencia, nunca podamos afirmar con seguridad que el origen de una enfermedad sea siempre un pecado personal de quien la sufre. Dos grandes bienes le hizo el Señor a este hombre: curarlo de su enfermedad y revelarle que la fuente de todo mal es el pecado. 

Emergencia sanitaria: Los hermanos son un espejo 

En esta situación en que las familias están obligadas a convivir las veinticuatro horas del día, me viene a la mente lo que me dijo un monje benedictino: “los hermanos de comunidad son un espejo que Dios nos pone para que nos veamos a nosotros mismos”. Yo nunca me vería –me conocería- a mí mismo si no tuviera a mi lado ese hermano que me pone nervioso, que me parece impertinente o desconsiderado. Si no fuera por él, yo nunca descubriría el potencial de violencia y de voluntad de dominio que hay en mí. Dicen algunos que, como consecuencia de esta situación, se romperán muchos matrimonios. Pero la solución nunca es la ruptura sino el cambio del corazón: si aprendo a ser más humilde, paciente y generoso no romperé ningún vínculo, romperé mi corazón: “un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias, Señor” (Sal 50, 19).