Todo será juzgado por el fuego


La muerte

La existencia del hombre en la tierra termina con la muerte, que nunca dejaremos de experimentar como algo absolutamente perturbador y desconcertante. Pues la muerte quiebra la vida del hombre sin que éste haya podido completarla o redondearla, en un sentido terrenal, y esa quiebra confiere una impresión de inutilidad a toda su existencia. De modo que siempre, en un cierto sentido, tenemos la impresión de que el difunto ha sido llamado “demasiado pronto”.

Si reflexionamos atentamente descubriremos que de nada hubiera servido prolongar la vida del difunto unos cuantos años más, sino que más bien cuando se llega al final de la vida, sea cuando sea, queda meridianamente claro que en la vida nada podía ser “resuelto”, que nada podía reavivarse ni nada podía vivirse o experimentarse hasta el final, hasta el auténtico centro del acontecimiento, del encuentro, de la experiencia, sino que todo se vivía con una cierta superficialidad, con una especie de diletantismo, con una esperanza siempre ajetreada que aplaza las cosas para más tarde, de una forma piadosa o quizá también sumamente impía. 

El animal muere “consumado”, mientras que el hombre no; ningún punto de vista intra-cósmico puede coser el desgarrón que aquí se produce. El hombre en cuanto naturaleza –es decir: individuo de una especie que permanece- muere regresando al cosmos; sin embargo, en cuanto persona, muere echándose en manos de Dios, más allá de la naturaleza.

Por eso, aunque resulte complicado, hemos de afirmar ambas cosas a la vez. Por un lado afirmar que el hombre, en la medida en que es naturaleza, muere recayendo completamente en el cosmos y así se manifiesta como un ser verdaderamente de este mundo, finito, sometido a la “vanidad” –es decir, a la inconsistencia- propia de todo lo mundano. Y, por otro lado, afirmar también que, como persona espiritual, sin embargo, el hombre, al morir, cae más allá de la naturaleza, hacia Dios, de cuya eternidad provino y ante cuya eternidad debe comparecer para el juicio de su valor y de su no valor: saliendo desnudo, fuera de toda “naturaleza”, a la inmediatez del Absoluto. El hombre muere yendo hacia Dios; Dios es su verdad y por ello su juicio, y por ello su eterna salvación o perdición. Y no hay ninguna ética ni metafísica de la muerte naturales, que remitan a la reconciliación con las leyes cósmicas del morir y el devenir, puedan ahorrarnos la desnudez de la muerte, el salto que nos arranca por completo del mundo -aparentemente en la nada-, la duda ante todo lo que no sea Dios, y el miedo ante el encuentro con el inmenso, hacia el cual nos postramos en la proskynese de la muerte, con el juez eterno de nuestra medianía y decadencia. Esto es la muerte primordialmente.

Únicamente Dios es lo último del hombre

En el lenguaje coloquial solemos hablar de “este” mundo y del “otro” mundo, pensando que la muerte es la puerta por la que salimos de un mundo para entrar en el otro mundo. Sin embargo estas imágenes espaciales pueden impedirnos comprender la verdad cristiana de la muerte y del juicio. Al salir de este mundo no entramos en ningún mundo sino pura y simplemente en Dios. El hombre limita con Dios; la frontera de lo humano que marca la muerte nos coloca en el confín del ser de Dios. El hombre no muda su lugar en el cosmos, sino que él, que proviene del abismo de la libertad creadora divina, aparece de nuevo, al final de su trayectoria temporal, más allá del límite del espacio y del tiempo, para encontrarse con su origen.

Esta verdad la experimentó, por vez primera en la historia de la humanidad, el judío del Antiguo Testamento, al cual la Revelación le enseñó que la cosmología era algo accesorio, que lo importante no era saber si había “otros mundos”, otros “niveles de la realidad” en los que entrábamos al morir, sino que Dios, únicamente Dios, era la cosa última del hombre, a la cual da acceso la muerte. La muerte coloca al hombre ante Dios. Y el juicio no es sino el cara a cara con Dios. Y las dos posibilidades que el juicio conlleva –la condenación y la salvación- no son lugares cosmológicos, sino que son actos y decisiones divinas. 

Para tomar conciencia de esto, Dios, en la Antigua Alianza, había educado al hombre, remitiéndolo única y exclusivamente a la realidad terrena, con una tenacidad que tiene apariencias de crueldad. Dios quería del judío sólo una cosa: que se esforzase cada día por cumplir el mandamiento divino, por mantener en el tiempo la alianza con Dios, le ocurriera lo que le ocurriese: sufrimiento como a Job, persecución como a Jeremías, traición como a David, o tormento y muerte como a los Macabeos. ¡Que crucifixión del hombre en la oscuridad de su finitud! Sin embargo, el hombre debía aprender a no tener más huida ni esperanza ni eternidad que sólo Dios. 

El juicio de Dios

Al “caer” toda nuestra existencia en Dios, a través de la muerte, seremos juzgados de toda nuestra vida, desde el primer instante hasta el último. Seremos juzgados acerca de todo, toda nuestra vida pasará ante la luz de Dios, y el juicio de Dios recaerá sobre todos nuestros pensamientos, palabras, acciones y sentimientos. Todo será cribado y el grano será separado de la paja, así como el trigo de la cizaña. 

Entonces comprenderemos que se ha terminado el juego por el que escondemos la verdad de nuestro ser ante nosotros mismos y ante los demás: toda nuestra vida quedará al descubierto y serán desenmascaradas todas aquellas mentiras que hemos construido para escondernos ante nosotros mismos y ante los demás. Verdaderamente en el momento del juicio nos sentiremos desnudos y no podremos cubrirnos. San Pablo dice que el Señor “iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones” (1Co 4,5). Entonces se cumplirá la palabra del Señor: “Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto” (Mc 3,22).

La medida divina del juicio

Lo más desconcertante para nosotros del juicio divino será, sin duda, el hecho de que en él nuestra vida será juzgada según una medida divina, lo que significa una medida diferente de la medida con la que nosotros estamos acostumbrados a juzgar. A la luz de esa medida divina nuestra vida, por más brillante que haya sido, aparecerá como un montón de platos rotos, y se nos hará evidente la mediocridad de todo lo hecho, esa mediocridad que tan cuidadosamente ocultábamos a los demás, a Dios y a nosotros mismos.

Entonces no tendremos que entregar únicamente los resultados de nuestra vida, sino también nuestra conciencia, lo cual es mucho más estremecedor. Perderemos la medida y, por un instante, nos parecerá estar en manos de la arbitrariedad más completa. Pues, ¿quién sabe si nuestra medida era la correcta? O, todavía más: ¿quién sabe si nuestro ojo no era demasiado indolente o si estaba demasiado turbio para ver la luz de Dios en su mandamiento, esa luz que posiblemente juzgue de forma totalmente diferente a como estamos nosotros dispuestos a dejarnos juzgar, según nuestra ética estricta? El rasero es diferente al que pondría el hombre, pues de lo contrario no sería el rasero divino. Todos nos quedaremos conmovidos y admirados ante su forma de medir. En la parábola (de Mt 25), los buenos preguntan igual que los malos. No son conscientes de eso bueno que han hecho, que cuenta para el juez divino. Les impacta el verse juzgados con un rasero que no es el que ellos consideraban.

El juez es Cristo y juzga por el fuego

Que Dios haya confiado por completo el juicio al Hijo, como dice san Juan, es nuestra salvación, pero también nuestro mayor peligro. Pues no tenemos escapatoria ante Él, que conoce nuestra vida, que ha recibido nuestros azotes y ha sentido nuestros clavos. Pero también es el mismo que ha cargado con nuestra culpa y la ha apartado de nosotros mediante su obrar y padecer. Pablo se colocó ante esta paradoja que no es posible resolver, cegado por el misterio de Cristo, admirado del “abismo de la riqueza y de la sabiduría y de la ciencia de Dios”, y al mismo tiempo protegiéndose con la mano levantada, lleno de miedo. “Porque si voluntariamente pecamos después de haber recibido el pleno conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por los pecados, sino la terrible espera del juicio… ¡Qué castigo alcanzará al que pisotea al Hijo de Dios! (…) ¡Es tremendo caer en las manos de Dios vivo!” (cf. Hb 10,26-29). Nuestro juicio es completamente impredecible y supera por completo la medida propia de nuestra conciencia, dado que nuestro juez no es sólo Dios, sino también hombre. Todo resulta más amenazador, y también de una esperanza más plena. Porque el Redentor lo ha soportado todo de parte de los hombres y se ha manifestado como el Cordero de Dios; no cabe esperar que se transforme al final en lobo devorador que tome venganza en ellos de todo lo que le hicimos en el Gólgota.

San Pablo en la Primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del juicio de Dios sobre el hombre, según sus condiciones. Pablo dice sobre la existencia cristiana, ante todo, que está construida sobre un fundamento común: Jesucristo. Este es un fundamento que resiste. Y continúa: “Encima de este cimiento edifican con oro, plata y piedras preciosas, o en madera, heno o paja. Lo que ha hecho cada uno saldrá a la luz; el día del juicio lo manifestará, porque ese día despuntará con fuego y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada construcción. Aquel cuya obra, construida sobre el cimiento, resista, recibirá la recompensa, mientras que aquel cuya obra quede abrasada sufrirá el daño. No obstante, él quedará a salvo, pero como quien pasa a través del fuego” (3,12-15). En todo caso, en ese texto se muestra con nitidez que la salvación de los hombres puede tener distintas formas; que algunas de las cosas construidas pueden consumirse totalmente; que para salvarse es necesario atravesar el “fuego” en primera persona para llegar a ser definitivamente capaces de Dios y poder tomar parte en la mesa del banquete nupcial eterno (nº 46).

Incluso el fuego del juicio es Él, como dice perspicazmente Nicolás de Cusa: “Y Cristo es como un fuego purísimo, inseparable de la luz, el cual no subsiste en sí mismo, sino en la luz, y es aquel fuego de la vida espiritual y del entendimiento que consume todas las cosas recibiéndolas dentro de sí, y que prueba todas ellas y las juzga examinándolas todas, casi como el juicio del fuego material”. Al caer toda nuestra vida en Cristo, al contemplarla en la luz y el fuego que Él es, veremos el valor real de cuanto hemos vivido.

El fuego es también un símbolo del amor de Dios, es decir, del Espíritu Santo. “Todo será juzgado por el fuego” significa que todo tendrá que ser sumergido en el Espíritu Santo, en la caridad subsistente de Dios, para comprobar la calidad de la obra de cada cual, y no sólo de su obra sino también de su propia persona. Y sólo hay una cosa que resiste la prueba del fuego: el propio fuego. Lo que significa que todo aquello que no haya sido hecho o vivido por amor, en el amor, para el amor -entendiendo siempre por “amor” la caridad de Dios- será pura y simplemente destruido, no pasará la prueba del fuego y, por lo tanto no podrá ser asumido en el Reino de Dios. Pues el Reino de Dios es el reino de la caridad divina. 

Si nos fijamos ahora en la descripción de la caridad que encontramos en 1Co 13,4-7, podemos traducir todo esto diciendo: todo lo que haya sido fruto de la envidia, de la arrogancia humana, de la soberbia, del egoísmo interesado, de la cólera o indignación, del resentimiento (“tomar en cuenta el mal”) y de la voluntad de venganza (“alegrarse de la injusticia”) será excluido de forma radical del Reino de Dios; y si un hombre se identificara sin residuo con alguna de estas actitudes, si no hubiera en él nada que no fuera esto, de modo que el amor divino no encontrara en él ninguna apertura por donde poder entrar en su corazón para irlo transfigurando, él también, su persona, sería radicalmente excluida del Reino de los cielos (condenación eterna). 

Juicio particular y juicio universal

El juicio particular y el universal o final, aunque distinguibles, son en última instancia, sin embargo, dos aspectos vinculados o dos fases de un único acontecimiento. Esto quiere decir que el juicio individual, que situamos inmediatamente después de la muerte -debido a nuestra perspectiva temporal- y el juicio universal, que situamos en el punto final de la línea temporal de la historia -conforme igualmente a la representación temporal que nos viene impuesta-, van juntos y son inseparables para la eternidad divina.

El juicio de Dios comporta un “no” divino. Y esto contradice el mito del progreso del que vive nuestra cultura: el convencimiento, ingenuo y vanidoso a la vez, de que hoy es mejor que ayer y mañana será mejor que hoy. El evangelio no comparte ciertamente esta visión de las cosas, sino que ve la historia humana como esencialmente ambigua, como mezcla de bien y de mal, de trigo y de cizaña (Mt 13,24-30). El evangelio está muy lejos de entender la historia como proceso que avanza imparablemente hacia el bien; más bien afirma que, al final de los tiempos, se exacerbará la lucha de las potestades del mal contra la Iglesia (Mc 13,3-13 par.; 2Ts 2,1-5; Ap 12,13-18). 

La fe en el juicio de Dios significa que la ambigüedad de bien y de mal no tendrá la última palabra en la historia; que Dios intervendrá con poder y “separará” definitivamente el bien del mal. No todo se reconciliará en una armonía definitiva: habrá realidades que serán explícitamente rechazadas: todas las que se han fundamentado en el orgullo y la soberbia humana, en la violencia y el egoísmo, es decir, todas las realidades que han servido al mal.

La esperanza cristiana ante el juicio

Cuando reflexionamos sobre el juicio divino podemos atender al aspecto objetivo, que se refiere al Juez, es decir, a Cristo, o a los aspectos subjetivos, que se refieren a nosotros mismos, a nuestra propia vida y a nuestra manera de valorarla. Si atendemos a los aspectos subjetivos, la inseguridad se apodera de nosotros, empezando por el hecho de que nadie puede estar seguro de conocerse bien a sí mismo y de poderse evaluar con la medida adecuada y continuando por la certeza, expresada ya por el profeta Isaías, de que nuestra “justicia” ante Dios es siempre imperfecta, porque está siempre contaminada por una nota de impureza: “Somos como impuros todos nosotros, como paño inmundo todas nuestras obras justas” (Is 64,5). También el salmista tiene conciencia de que sus pecados van más allá de aquello de lo que se da cuenta, y por ello exclama: “Pero ¿quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame” (Sal 18, 13).

Por todo ello, la existencia cristiana transcurre bajo el juicio de Dios y de ningún modo por encima de dicho juicio. El cristiano no conoce por adelantado el resultado del juicio y por lo tanto no puede especular como si ya lo conociera. San Pablo, a pesar de que su conciencia no le reprocha nada, se recuerda a sí mismo que “mi juez es el Señor” (1Co 4,4). La seriedad del juicio de Dios es la seriedad del amor que desborda toda justicia. Pues el amor de Dios hacia todo hombre es absoluto, es inefable. ¿Quién podría mantenerse ante él “en su justicia”? Ningún santo se permitiría decir: “Yo soy capaz de ello”. Pues nadie ha amado a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas. Cada uno, sin excepción, debe decir: “Señor, yo no soy digno”.

Si atendemos, en cambio, al aspecto objetivo, nos encontramos con la confortante afirmación de san Juan: “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él (…) En esto ha llegado el amor a su plenitud con nosotros: en que tengamos confianza en el día del Juicio” (1 Jn 4,16-17). Ante el juicio el cristiano no está desamparado ni desanimado, sino lleno de confianza (parrhesía) y esperanza, porque su juez es el que ha llevado los pecados de todos. Pues el cristiano sabe que “Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8) y que nuestro juez es el mismo que nos amó y se entregó a la muerte por nosotros (Ga 2,20), el que lleva en su cuerpo glorioso cinco llagas permanentemente ofrecidas al Padre por nuestra salvación, “el que está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros” (Rm 8,34).

La esperanza cristiana frente al juicio divino se basa en este “conocimiento” del amor de Dios y no en ningún cálculo de probabilidades o en un determinado estado de ánimo (¡saldrá bien!). La esperanza cristiana frente al Juicio se basa en Dios y no desde luego en el hombre o en el valor de lo que el hombre construye. La esperanza cristiana brilló en la vida de santa Teresita, abarcando a todos los hombres, pero sin pretender nunca querer saber algo de antemano ni mirar en los libros del juez. Porque la esperanza es una sierva humilde a los pies del Señor. Pero, a la vez, es una gran llama, que no puede ser apagada porque, como dice santa Teresita, lo que se espera de Dios nunca puede ser demasiado.