Martes de la III Semana de Cuaresma

17 de marzo de 2020
(Ciclo A - Año par)






  • Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde (Dan 3, 25. 34-43)
  • Recuerda, Señor, tu ternura (Sal 24)
  • Si cada cual no perdona a su hermano, tampoco el Padre os perdonará (Mt 18, 21-35)
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Ahora somos el más pequeño de todos los pueblos (Dan 3, 25.34-43)


“En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes; ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso; ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia”, afirma la primera lectura de hoy, que parece estar describiendo nuestra situación: no tenemos celebración pública de la Eucaristía, no tenemos procesiones, no tenemos besapiés, no tenemos catequesis, ni bodas, ni funerales…Pero podemos tener lo que más le interesa a Dios: “Acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde (…) Que este sea hoy nuestro sacrificio, y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados”.

Perdonar de corazón al hermano (Mt 18, 21-35)

Dios nos lo perdona todo menos que no perdonemos. Perdonar de corazón al hermano es un requisito indispensable para entrar en el Reino de Dios. El perdón no es un sentimiento sino un acto de la libertad humana por el que uno decide libre y soberanamente perdonar, pasando por encima de unos sentimientos que le inducirían a no perdonar nunca. Pues el perdón sólo puede perdonar lo imperdonable. Todo lo que se puede comprender y entender no es objeto de perdón, sino de conocimiento. El perdón se le ha dado al hombre para afrontar justamente lo que no tiene perdón. Y de ese modo el hombre se parece a Dios que hace “salir su sol sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45), que salva al hombre gratuitamente, por pura gracia (cf. Ef 2, 4-8).

Emergencia sanitaria: 
Cristo se sigue ofreciendo todos los días por la salvación del mundo

Cuando iba a ser ordenado presbítero, un amigo cisterciense me escribió una carta dándome este consejo: “nunca consideres que celebrar la Eucaristía tú solo, sin que asista ningún fiel, es algo que carece de sentido”. Las circunstancias de la vida me han permitido verificar la pertinencia de este aviso. Y ahora que, siguiendo las instrucciones de nuestro Obispo, los sacerdotes celebramos todos los días la Eucaristía, de manera privada, vuelvo a percibir la verdad de estas palabras. Pues en la soledad silenciosa del templo, Cristo se sigue ofreciendo al Padre y por Cristo, con Él y en Él sube hacia el Padre del cielo el clamor de los hombres enfermos, el sufrimiento de las separaciones forzadas, la mordedura de las restricciones necesariamente impuestas a nuestra libertad de movimientos y de relaciones, la merma de nuestra economía. Y la entrega sacrificial de Cristo hace que las compuertas del cielo se abran y descienda sobre nosotros la misericordia de Dios.