IV Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

29 de enero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre (Sof 2, 3; 3, 12-13)
  • Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos (Sal 145)
  • Dios ha escogido lo débil del mundo (1 Cor 1, 26-31)
  • Bienaventurados los pobres en el espíritu (Mt 5, 1-12a)
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El domingo pasado el evangelio nos mostraba al Señor anunciando la cercanía del reino de los cielos; hoy nos lo presenta describiéndonos el perfil de los hombres que van a poblar ese reino de los cielos. Se trata de los hombres que han sido alcanzados por Dios, que se han dejado “tocar” por Él, que se fían de Él y que llegarán a ser ciudadanos de su reino. Y de esos hombres se nos dice, ante todo, que serán felices, dichosos, porque la dicha es el estado que corresponde al hombre cuando el hombre vive en comunión con Dios.

En las bienaventuranzas se nos dice, ante todo, que Dios nos ha creado para la felicidad, para la dicha: en el paraíso terrenal, que fue la primera realización del reino de Dios en la tierra, Adán y Eva eran dichosos; el pecado original acabó con esa dicha e introdujo una situación de desdicha, en la que la felicidad se hizo rara y quedó reducida a determinados momentos puntuales, y habitualmente poco frecuentes, de la vida. Pero ahora Jesús trae la buena noticia de que Dios está dispuesto a actuar para volver a dar al hombre la felicidad para la que Él lo creó. Por eso el reino de los cielos que Jesús anuncia es un reino de felicidad, de dicha, de buena ventura: las bienaventuranzas así lo proclaman.

Y del mismo modo que el reino de los cielos requiere de nosotros la conversión, también las bienaventuranzas pasan por nuestro corazón, exigen de nosotros, para hacerse reales, que nuestro corazón adopte unas  determinadas actitudes: la pobreza de espíritu, la mansedumbre, el hambre y la sed de justicia etc. Las bienaventuranzas no enuncian una ley necesaria que se cumplirá de manera automática, hagamos lo que hagamos. No significan que “se le dará la vuelta a la tortilla” y los que ahora lo pasan mal después lo pasarán bien, independientemente de las actitudes que hayan adoptado en su corazón. Nos dicen, al contrario, cuáles son las actitudes que debe adoptar nuestro corazón para que Dios nos pueda regalar la felicidad.

Y la felicidad que Dios nos quiere dar es una felicidad paradójica, porque se apoya en una serie de actitudes que, en este mundo, en esta vida terrena en la que estamos, están marcadas con los estigmas del fracaso, de la derrota, de la pérdida: los sufridos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los que trabajan por la paz, suelen ser, de manera habitual, los que recogen todas las bofetadas que están en el ambiente, los que suelen cargar con un montón de sufrimientos. Y el Señor nos dice que serán ellos los que serán glorificados en el reino de los cielos, porque ellos llevan en su carne, aquí y ahora, el rostro de Jesús en su pasión: un rostro lleno de sufrimiento y de dulzura, tal como nos dice san Pedro: “Él no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas” (1Pe 2,23). Y del mismo modo que el rostro escarnecido de Cristo era portador de la esperanza en la resurrección, el rostro despreciado de quienes viven las bienaventuranzas, es portador también de la esperanza del mundo nuevo, de un mundo transfigurado pro el poder y la fuerza del Espíritu Santo: “Nosotros esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2Pe 3,13).

Quienes mejor han vivido las bienaventuranzas, incluso antes de que fueran proclamadas por el Señor, fueron la virgen María y san José. En ellos se concentran todos los anawim del Antiguo Testamento, es decir, los pobres de espíritu que confiaron en el Señor. Pues la clave de todas las bienaventuranzas es la primera de ellas, la pobreza de espíritu, ese existir descentrado de uno mismo y centrado en Dios, confiando en Él, dejándose conducir por su mano, aceptando sus designios, independientemente de que coincidan o no con los proyectos propios. Así vivieron María y José: Dios les sorprendió conduciéndolos a un matrimonio virginal, regalando a María un hijo venido directamente del cielo, pidiéndole a José que educara como padre a Jesús. Y ellos se dejaron conducir. Su vida estuvo marcada simultáneamente por el dolor y el gozo, como la devoción popular lo entendió siempre (los siete “dolores y gozos” de san José). Que el Señor nos conceda ser como ellos.