El décimo mandamiento



El apóstol san Juan resume “todo lo que hay en el mundo” en la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas (1Jn 2,16). El noveno mandamiento se refiere a la concupiscencia de la carne, mientras que el décimo concierne a la concupiscencia de los ojos: No codiciarás... nada que sea de tu prójimo (Ex 20,17); No desearás... su casa, su campo, su siervo o su sierva, su buey o su asno: nada que sea de tu prójimo (Dt 5,21). Todo cuanto dijimos a propósito del noveno mandamiento, en cuanto esfuerzo por ordenar el mundo pulsional según la ley de Dios, vale de nuevo aquí. Pues el fondo de la cuestión sigue siendo el mismo, a saber que donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mt 6,21).

El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre o calentarse cuando se tiene frío. Aunque estos deseos son buenos en sí mismos, no es extrajo que, en la actual condición del hombre, (fruto del primer pecado o pecado original), con frecuencia no guarden la medida de la razón, y nos empujen a codiciar injustamente lo que no es nuestro sino que pertenece, o es debido, a otra persona.

El décimo mandamiento nos prohíbe la avaricia, es decir, un deseo inmoderado de los bienes terrenos, de las riquezas y de su poder. Este deseo inmoderado puede conducir fácilmente al hombre a cometer injusticias con tal de obtener los bienes codiciados. El deseo de los bienes del prójimo no es pecado cuando no es un deseo inmoderado y cuando se aspira a obtener dichos bienes por medios justos.

El décimo mandamiento nos prohíbe también la envidia que es otro de los pecados capitales: consiste en la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, o de que el prójimo deje de poseerlo, aunque sea de forma indebida. La envidia constituye una negación de la caridad, y llena el corazón de la mala tristeza, fruto del pecado. La mejor forma de combatir la envidia consiste en alabar y dar gracias a Dios por los bienes -materiales o espirituales (cualidades, carismas etc.)- que Él ha concedido a los demás.

La única manera de vencer a la avaricia y a la envidia es abrir el corazón al don del Espíritu Santo, el Amor subsistente de Dios, que expulsa los malos deseos y llena el corazón de caridad. Entonces el hombre “no antepone nada al amor de Jesucristo” (San Benito) y renuncia a todos sus bienes (Lc 14,33) por Él y por el Evangelio (Mc 8,35). Esta “renuncia a todos los bienes por Él y por el Evangelio” significa que Jesús debe de ser el amor fundamental y primero, el “tesoro” del corazón del cristiano. De este modo el amor de Jesucristo y el amor a Jesucristo se convierte en el “criterio de valor” de todos los demás bienes, que son buscados, poseídos y usados en función de ese único y fundamental amor. Surge así el pobre en el espíritu del que el Señor afirma que suyo es el Reino de los cielos (Mt 5,3).

El amor a Jesucristo catapulta el corazón hacia el desee de la verdadera felicidad que es deseo de los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios (Col 3,1). La felicidad que Dios nos ha preparado en el cielo es algo impensable para el hombre, pues, como dice san Pablo, ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni hombre alguno ha imaginado, lo que Dios ha preparado para los que le aman (1Co 2,9). Pues morir y estar con Cristo es, con mucho, lo mejor (F1p 1,23).