Bautismo del Señor

15 de agosto 

8 de enero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Mirad a mi siervo, en quien me complazco (Is 42, 1-4. 6-7)
  • El Señor bendice a su pueblo con la paz (Sal 28)
  • Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo (Hch 10, 34-38)
  • Se bautizó Jesús y vio que el Espíritu de Dios se posaba sobre él (Mt 3, 13-17)
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El episodio de la vida del Señor que el evangelio de hoy nos relata, ha tenido siempre un cierto carácter turbador para la conciencia cristiana. Porque la reacción de Juan el Bautista está llena de buen sentido y de razón: si Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, si Él es el que va detrás de Juan y al que Juan no es digno de desatar la correa de su sandalia, si Él es el que bautizará en Espíritu Santo y fuego, y si el bautismo de Juan es, como el propio Juan declara, un bautismo de penitencia por el que quien se hace bautizar reconoce sus pecados y la necesidad de conversión que tiene, entonces, efectivamente, tiene toda la razón Juan cuando afirma: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”.

La respuesta de Jesús nos introduce en el misterio y nos revela algo de los secretos de Dios: “Está bien que cumplamos todo lo que Dios quiere”. Con estas palabras el Señor nos dice que no es él, Jesús de Nazaret, quien ha decidido hacerse bautizar por Juan, sino que es el Padre del cielo quien así lo ha determinado. Jesús se nos presenta como alguien que se ajusta al designio de Otro, de Dios, como alguien que obedece la voluntad de Dios. Al mismo tiempo nos revela que el designio divino contiene cosas que rebasan nuestra inteligencia, que superan lo que es razonable. Es razonable que Dios nos mande evitar el pecado y hacer obras buenas. Pero Dios, hermanos, además de esto, a cada uno de nosotros le pide cosas que están más allá de la razón. Y así la vida del cristiano, de cada cristiano, está envuelta en el misterio: ¿Por qué este hombre tiene que aceptar esta dura y larga enfermedad suya o de un ser muy querido? ¿Por qué este otro tiene que enterrar a varios de sus seres queridos? ¿Por qué aquel otro tiene que soportar una terrible difamación, con la pérdida de muchas de sus amistades? ¿Por qué a unos les sale todo bien y a otros todo mal? ¿Por qué? Jesús no preguntó el por qué; Jesús aceptó en su vida el designio del Padre, fiándose de Él, convencido de que Dios es Amor, sin preguntar el por qué. Eso es la fe. Por eso la carta a los Hebreos afirma que Jesús es “el que inicia y consuma la fe” (Hb 12,2).

El evangelio de hoy nos revela, además, el estilo de Dios, su método, su manera de hacer las cosas. Pues el Padre quiere que Jesús se comporte como “uno más”. Jesús hubiera podido, con toda razón, subirse sobre una colina y proclamar, ante la fila de todos los que se reconocían pecadores y se hacían bautizar por Juan, que Él era distinto de todos ellos, que Él no era un pecador como todos ellos, que Él no necesitaba reconciliarse con Dios. Y hubiera dicho la verdad. Sin embargo el designio del Padre era otro, era que Jesús “no hiciera alarde de su categoría de Dios” sino que “se despojara de su rango y tomara la condición de esclavo, pasando por un de tantos” (Flp 2,6-7). El estilo de Dios es la sencillez.

A menudo los hombres, queridos hermanos, dedicamos muchas energías a conseguir ser diferentes de los demás, a hacer ver a todos que nosotros somos “especiales”, que no podemos seguir el camino común de todos porque en nosotros, en nuestra familia, en nuestro grupo (también si es un grupo de Iglesia), hay algo “especial”, hay un “sello” una característica que nos hace diferentes. En el Cantar de los cantares hay un momento en el que la Esposa le pregunta al Esposo dónde reposa al mediodía, es decir, en el punto máximo de esplendor de la luz. Y la respuesta que recibe, no exenta de ironía, es: “Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas de las ovejas” (Ct 1,7-8), es decir, sigue el camino común de todo el rebaño.

En aquel momento de la historia de la salvación había dos grupos de hombres: los que consideraban que Juan tenía razón, que debían reconocer que eran pecadores y hacerse bautizar por él, y los escribas y fariseos que miraban a Juan con curiosidad pero a los que ni se les pasaba por la cabeza la idea de que ellos tenían que reconocerse pecadores y hacerse bautizar por él. Dios estaba con los del primer grupo. Y por eso Jesús se unió a ellos. Al hacerlo, el Señor Jesús no hizo alarde de su diferencia, sino que siguió el camino de todos los que querían ser amigos de Dios, haciéndose bautizar por Juan. Con ello nos enseñó que el camino para el encuentro con Dios pasa siempre por el reconocimiento de que en mí hay cosas (los pecados) que no deberían de estar, y que yo necesito cambiar, convertirme. Y que éste es el camino de todos, la “senda de las ovejas”. Y que por muy especial que yo sea, al final, lo que me va a conducir al reposo junto al Amado (junto a Dios) es seguir el camino común de todos los cristianos: la escucha de la Palabra de Dios, la Eucaristía, la oración, los sacramentos, la conversión, las buenas obras, la sencillez de aceptar y seguir el camino común de todos. Que el Señor nos conceda esta sencillez.