II Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

15 de enero de 2023

(Ciclo A - Año impar)





  • Te hago luz de las naciones, para que seas mi salvación (Is 49, 3. 5-6)
  • Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad (Sal 39)
  • A vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo (1 Cor 1, 1-3)
  • Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29-34)
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Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y, en cambio, me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio; entonces yo digo: ‘Aquí estoy (…) para hacer tu voluntad’. Dios mío lo quiero y llevo tu ley en las entrañas”. Estas palabras del salmo 39, que hemos proclamado en el salmo responsorial, expresan la esencia de la novedad que llega con la persona de Cristo. En el régimen de los sacrificios rituales que instaura el Levítico, cuando se quiere ofrecer un sacrificio de expiación por los propios pecados, el oferente “impondrá su mano sobre la cabeza de la víctima y le será aceptada como expiación” (Lv 1,4): el sacrificio del animal ofrecido al Señor es como una muerte vicaria del hombre que lo ofrece; el oferente reconoce así que “la paga del pecado es la muerte” (Rm 6,23) y que es él mismo quien debería morir, pero lo hace el animal en lugar suyo, y Dios acepta ese sacrificio como expiación por el pecado.

Sin embargo el régimen de la ley, propio del Antiguo Testamento, posee una insuficiencia radical, tal como nota el autor de la carta a los Hebreos: Porque es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados (Hb 10,4): hay una gran inadecuación entre el hecho de que quien peque sea una persona y quien expíe sea un animal. Esta inadecuación es superada por Cristo que, al entrar en el mundo, pronuncia precisamente estas palabras del salmo 39, haciéndolas suyas (cf. Hb 10,5ss). Lo que puede expiar la desobediencia orgullosa que hay en todo pecado es la obediencia humilde y amorosa a la voluntad de Dios. Y eso es lo que viene a realizar Cristo. Por eso dice “me abriste el oído”, para que escuche tus órdenes, tus palabras, tus preceptos; y añade “lo quiero y llevo tu ley en mis entrañas”, lo que significa que su obediencia al Señor es una obediencia amorosa, que no es vivida por Cristo como una carga que se le impone desde fuera, sino como algo que sale de sus propias entrañas, algo que le nace de dentro, algo que está arraigado en su propio corazón.

El profeta Jeremías había anunciado los tiempos mesiánicos como los días en los que el Señor haría una “alianza nueva” (Jr 31,31), en la que su ley ya no sería algo ofrecido “desde fuera” al hombre, sino que estaría inscrita en su propio corazón: Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo (Jr 31,33). De ese modo el pertenecer a Dios y cumplir sus mandatos, ya no será vivido como un yugo al que uno se somete con esfuerzo, sino como algo que nace desde dentro, como algo que brota del propio corazón, como una nueva espontaneidad perfectamente ajustada a la voluntad de Dios. Las palabras de Jeremías se hacen realidad en la persona de Cristo. A Él le pidió el Padre del cielo que se ofreciera a sí mismo como víctima de expiación por los pecados de todos los hombres (Rm 8,32; 1Jn 4,10), y él lo aceptó dócilmente, dulce y amorosamente, haciendo suya propia la voluntad del Padre, hasta el punto que san Pablo dice que “se entregó por nuestros pecados” (Ga 1,4); y también: “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).

Pues todo esto, queridos hermanos, es lo que nos enseña Juan Bautista en el evangelio de hoy al decirnos que Jesús es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Su manera de quitarlo no es destruyéndolo desde fuera, sino cargando sobre sus espaldas el pecado del mundo, asumiéndolo como si fuera propio -precisamente Él, que es inocente (Hb 7,26), que “no cometió pecado” (1Pe 2,22)- y subiendo con todos los pecados a la cruz, para destruirlos ahí: “Canceló la nota de cargo que nos condenaba (…) la quitó de en medio, clavándola en la cruz” (Col 2,14). Por eso Él es el verdadero cordero por cuya sangre somos liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte.

¿Qué tiene de “especial” esta vida y este hombre, Jesús de Nazaret, para que Dios le otorgue tanto valor a esta entrega? La respuesta es que Él es el Hijo de Dios; no “un” hijo de Dios, sino el Hijo de Dios, el único, el amado, el predilecto, la Imagen visible del Dios invisible (Col 1,15; 2Co 4,4). Por eso lo que este hombre hace, al entregarse a la muerte por nosotros, es un misterio tremendo en el que Dios “se pone contra Sí mismo” para mostrarnos su amor, lo cual es, como explica Benedicto XVI, la forma más radical del amor (Deus charitas est nº 12).

El Señor Jesús, que nos ha unido a Él, de manera orgánica, mediante el bautismo, espera de cada uno de nosotros que reproduzcamos su actitud: que seamos capaces de “cargar con el pecado del mundo”, el propio pecado y el de los demás, y de ofrecerle a Dios una obediencia amorosa, nacida de nuestro corazón, como expiación. Que él nos lo conceda.