XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

9 de octubre de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • Volvió Naamán al hombre de Dios y alabó al Señor (2 Re 5, 14-17)
  • El Señor revela a las naciones su salvación (Sal 97)
  • Si perseveramos, también reinaremos con Cristo (2 Tim 2, 8-13)
  • ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero? (Lc 17, 11-19)
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Uno de los destinos más duros que le podían advenir a un hombre en tiempos de Jesús era la lepra. Pues quien tenía esta enfermedad quedaba rigurosamente excluido de la familia y de la aldea, viéndose obligado a vivir al margen de la comunidad humana. Podía tener vida en común sólo con personas afectadas de la misma enfermedad. Si una persona sana llegaba a sus parajes, el leproso debía reclamar su atención con gritos o con un pequeño cencerro o una campanilla.

Tanto la primera lectura como el evangelio nos presentan a diversas personas afectadas por la lepra, que van a recuperar su salud. Pero de todas ellas sólo dos -Naamán, el sirio y el samaritano leproso-, además de recuperar la salud, accederán a la salvación. Estas dos personas entran en la salvación, no porque han sido curados de la lepra, sino porque, a través de esa curación y gracias a ella, han conocido al verdadero Dios y han entrado en relación con Él. Su vida ha cambiado, porque han introducido en ella una nueva relación, la relación con Dios. Cada uno de ellos lo expresa a su manera, Naamán, llevándose “una carga de tierra” de Israel para poder relacionarse, en tierra extranjera, con el Dios de Israel; y el samaritano, alabando a Dios y echándose a los pies de Jesús y dándole gracias. Uno “entra en la salvación” cuando se echa a los pies de Jesús dándoles gracias y alabando a Dios.

Los otros nueve leprosos no entran en la salvación. Simplemente han solucionado un problema muy serio de salud y de marginación social. Pero no han entrado en la salvación. ¿Por qué? Porque para ellos es más importante el don que el donante, el regalo que han recibido, que no el hecho de que Alguien (Jesús y Dios a través de Él) les ame gratuitamente. El samaritano, en cambio, se da cuenta de que Dios le ama: su reacción responde a esta toma de conciencia; los otros nueve tienen prisa para regularizar su situación social mediante el certificado de curación del sacerdote. El samaritano se considera “agraciado” porque ha descubierto que Dios le ama; lo mejor que le ha ocurrido a él ha sido encontrarse con Jesús; por eso vuelve a Él. Los otros nueve se consideran “afortunados” porque se han curado de la lepra y van a poder vivir como personas plenamente integradas en la sociedad.

Y yo: ¿Por qué me considero afortunado? ¿Por qué me salen bien las cosas o por qué he encontrado a Jesucristo? “Haz memoria de Jesucristo” se nos ha dicho en la segunda lectura de hoy. “Haz memoria”, es decir, no olvides el gran bien que hay en tu vida, que es Cristo, el Señor. Ésta es la “fortuna” que tú has tenido: “El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad” (Sal 15). Hacer memoria de Jesucristo es recordarnos el amor con el que hemos sido amados por Dios y la vocación a la que estamos llamados: vivir y reinar con Él: “Si con Él morimos, viviremos con Él. Si perseveramos, reinaremos con Él”.

“Hacer memoria” también implica cuidar de aquello de lo que se hace memoria: “cuida tu encuentro con Cristo”. Venimos todos los domingos a misa precisamente para esto: para hacer memoria de Jesucristo, para cuidar nuestra relación con Él, porque es lo más bello que nos ha ocurrido en nuestra vida.

Hagamos siempre memoria, hermanos, de Jesucristo; para que no olvidemos nunca la grandeza del amor con el que Dios nos ama; para que nuestra vida esté llena de la belleza que viene de Él, y esa belleza nos haga capaces de dar la vida por todos. Amén.