23 de octubre de 2022
(Ciclo C - Año par)
- La oración del humilde atraviesa las nubes (Eclo 35, 12-14. 16-19a)
- El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó (Sal 33)
- Me está reservada la corona de la justicia (2 Tim 4, 6-8. 16-18)
- El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no (Lc 18, 9-14)
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La liturgia de la palabra de hoy nos
habla de la relación con Dios, que se expresa de modo privilegiado en la
oración. Viene a decirnos que nuestra manera de orar puede revelarnos cómo es
nuestra relación con Dios. Ya la primera lectura nos recuerda que el pobre alcanza el favor de Dios, que
Dios es sensible a la llamada del pobre y que, en cambio, añade el evangelio,
la fatuidad humana aleja de Dios.
Lo que hace que el hombre sea humilde
o fatuo en su relación con Dios, es, como recuerda Benedicto XVI, la orientación de su mirada: quien centra su mirada en Dios, queda sobrecogido por la
gratuidad de su Amor, por su paciencia, por su bondad y generosidad; y, de
rebote, se ve a sí mismo pequeño, mezquino, impuro: porque su mirada está
centrada en Aquel que es la generosidad y la pureza en persona. Quien, en
cambio, centra su mirada en sí mismo, busca términos de comparación que le
favorezcan, y ve a Dios de rebote, como Aquel que tiene que sancionar la
supuesta excelencia y bondad de uno mismo.
La orientación de la mirada del hombre depende de la orientación de su corazón; o, para decirlo con más claridad, depende del amor que hay en su corazón, tal como afirma san Agustín: Ubi amor, ibi oculus. El fariseo de la parábola del evangelio de hoy, sólo se ama a sí mismo y, por eso, sólo se ve a sí mismo, en realidad, como dice el Papa, “ni siquiera mira a Dios”. En cambio el publicano sí mira a Dios, y por eso se reconoce a sí mismo como pecador. El pecado, hermanos, es una noción estrictamente religiosa: cuanto más me acerco a Dios (la Pureza), más me descubro pecador (impuro).
Quien sólo se mira a sí mismo, no ama
a nadie más que a sí mismo, es un vanidoso, lleno de autocomplacencia; quien
mira a otro sale de sí mismo, e inicia así el camino del amor. El fariseo, que
se mira sólo a sí mismo y que mira a los demás para autocomplacerse más en sí
mismo, es un moralista. El moralismo reduce la relación con Dios a
los términos de un contrato: “yo cumplo y Tú, Dios, a cambio, me tienes que dar
lo prometido”. Al vivir así la alianza entre Dios e Israel, ésta pierde su
belleza: es lo que Jesús reprocha a los fariseos; ellos no saben captar el
misterio de amor gratuito que hay en la alianza que el Señor ha hecho con su
pueblo, Israel; sólo ven un “contrato”, cuyos términos ellos cumplen
escrupulosamente; pero no ven al Esposo que viene “saltando por los montes y
brincando por las colinas” (Ct 2,8) que separan el cielo de la tierra, la
eternidad del tiempo. No saben sobrecogerse ante ese misterio, porque no lo
ven: sólo ven los deberes y las obligaciones; sólo ven un contrato.
El publicano, en cambio, sí que
percibe este misterio de amor: percibe la presencia de Dios en el Templo, el
inaudito hecho de que el Eterno, bendito sea, se hace presente allí, en la
contingencia y finitud de la vida humana; y se estremece ante ello, y se siente
indigno de tanto amor y de tanta belleza. Aunque seguramente él ni siquiera lo
sepa, el publicano está en el camino del amor, porque reacciona como la hace un
enamorado, cuando percibe la gran belleza de la persona que ama: se reprocha a
sí mismo la falta de atención y de entrega a esa belleza. Y porque está en el
camino del amor, el publicano vuelve a su casa “justificado” –es decir,
declarado y hecho “justo” por Dios-, y
el fariseo no.
Cuándo venimos a misa el domingo, ¿nos
estremecemos ante el misterio de amor que la misa es? ¿Quedamos sobrecogidos
por el espectáculo de ver a Cristo que se entrega a la muerte por nosotros y
que resucita para nuestra salvación? ¿Somos sensibles al misterio de su
presencia en medio de nosotros y de su entrega a nosotros como alimento? ¿O
simplemente “cumplimos el precepto”, para hacer la parte que nos toca del
contrato?
En la segunda lectura de hoy hemos contemplado a un antiguo fariseo, Pablo de Tarso (Flp 3,5), que ahora ya no vive la alianza como un código de preceptos, sino como un misterio de amor; ya no es un moralista sino un enamorado un hombre enamorado de Dios. Se encuentra en medio del juicio en el que va a ser condenado a muerte, tal como él presiente. Y escribe está carta después de la primera parte de su proceso, en el que ha sido abandonado por todos. Sin embargo no nos transmite la sensación de un hombre inseguro y triste: está seguro de la ayuda de Dios -“El Señor seguirá librándome de todo mal y me llevará a su reino del cielo”-, y está contento porque ha sido capaz de “anunciar íntegro el mensaje”. Él presiente que está “a punto de ser sacrificado”, pero no le preocupa eso, sino “anunciar íntegro el mensaje”, es decir, anunciar a Jesucristo, muerto y resucitado por todos. Y esto sólo es posible cuando uno ama más a Cristo que a sí mismo. Que el Señor nos libre de todo moralismo; que nos conceda amarle más a Él que a nosotros mismos.