Las horas puras

Una de las formas en las que la dimensión de gratuidad que acompaña a la existencia humana, puede aparecer es lo que se puede llamar las horas puras. No entendemos por esto un proceso, sino un estado; aquel en el que la vida se basta, se colma y se siente libre y en calma. Se sabe que todo es bueno. No hay nada más que desear. La existencia es perfecta. Las tensiones que sostienen la vida no han sido eliminadas sino que han entrado en un estado que, lleno de sentido, oscila a la vez ligeramente y promete lo definitivo. El crepúsculo de un día esplendoroso es como un símbolo de este estado: las cosas aparecen dueñas de su más íntima forma esencial y, a la vez, transparentan lo más propio suyo. Algo inefable está presente y hace feliz. El hombre experimenta como una culminación y un íntimo sosiego en el que la vida aparece llena de sus posibilidades y esperanzas. Es una experiencia de plenitud, de cumplimiento, de acabamiento, aunque persiste la conciencia de la fragilidad de nuestro ser y de nuestro mundo. Pero es como si, por un momento, nos hubiera visitado un ángel.

Un himno litúrgico expresa muy bien esta vivencia que llamamos, con Romano Guardini, “horas puras”:

Todo en estado de oración parece.
La santidad que empapa todo el aire,
rebosa de los cielos como de ánfora,
y se filtra en las venas del deseo.

Todo sube en afán contemplativo,
como a través de transparencia angélica,
y lo más puro que hay en mí despierta,
sorbido por vorágine de altura.

Tiene alas la tarde, unción y llama.
Todo yo en la plegaria he naufragado;
se levantan mis manos como lámparas;
por el silencio, el corazón respira.

Se ha encendido el crepúsculo en mi frente,
y la lumbre de Dios transe mi carne.

En las “horas puras” nos invade el sentimiento de que todo está bien, la alegría por el hecho de que el otro sea y de que esté junto a mí, la alegría de existir juntos, de coincidir en el ser. Toda esta belleza contrasta con la materialidad del contenido y de las circunstancias en el que, con frecuencia, se producen estas “horas puras”: tomando un café con unos amigos, escuchando una melodía interpretada por una agrupación musical de estudiantes, saboreando el canto de los pajarillos en el monte, en un reencuentro con antiguos compañeros de curso, contemplando a una mujer que acaba de dar a luz y amamanta a su hijita recién nacida, permaneciendo en silencio en un templo al atardecer… La vivencia de “cumplimiento y plenitud” que acompaña a la hora pura y que la constituye no necesita de grandes cosas… Su soporte existencial puede ser muy modesto.

Todos los pueblos conocen técnicas para intentar forzar unos estados psicológicos llenos de euforia y entusiasmo. Pero las verdaderas “horas puras” no se pueden forzar, únicamente pueden venir por sí solas, como merced o gracia divina. Porque las horas puras son una manifestación de esa dimensión misteriosa de gratuidad que acompaña a la vida y que está más allá de la red de necesidades que sustentan nuestro vivir. Y esa dimensión de lo gratuito no remite a la naturaleza sino a la libertad, libertad del hombre y libertad, más profunda y misteriosa, del origen y de la fuente del ser, libertad de Dios. Las horas puras se nos conceden y llegan a nosotros sin que nosotros hayamos podido programarlas o provocarlas de algún modo. Sólo podemos disponer todo nuestro ser para saber reconocer la gratuidad.

Porque hay atmósferas humanas que dificultan la percepción de lo gracioso, de lo gratuito. Por atmósfera se entiende ese ambiente formado por las normas en vigor, por los órdenes de valores reconocidos, por las formas de vida existentes, las simpatías y antipatías involuntarias, las esperas y temores etc. Cuando una atmósfera está dominada por la mentalidad positivista, o la autoritaria-burocrática, o la calculadora rígida, o la mentalidad racionalista, o la inhumanidad tecnificada, la vida creadora se asfixia: la libertad, la generosidad, la expansión del corazón, el humor, la originalidad en la inspiración etc., todo eso es notado como extraño, antipático, enojoso y aún peligroso. Entonces es casi imposible percibir la gratuidad, reconocer cuanto de gracioso nos ha sido dado.

Y sin embargo este elemento de lo gracioso se da en la existencia, como lo testimonian los sentimientos de admiración y de gratitud. Estos sentimientos, en efecto, responden a un carácter esencial de nuestra existencia, a saber, que esta existencia no es natural. Hölderlin tiene para esto una admirable expresión: “la existencia florece”. Los cuentos son un intento de expresar esto. En ellos aparece la existencia de tal modo que siempre triunfa lo gracioso y lo benévolo. Por eso resultan tan naturales a los niños, cuyo mundo está construido así. En un sentido más profundo son también verdaderos para el adulto, porque le cercioran de un elemento que él olvida con facilidad: que lo gracioso, lo gratuito, existe y se da.


Autor: R. GUARDINI
Título: Libertad, gracia y destino
Editorial: Dinor, San Sebastián, (1964)