San José

15 de agosto 

19 de marzo de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • El Señor Dios le dará el trono de David, su padre (Lc 1, 32) (2 Sam 7, 4-5a. 12-14a. 16)
  • Su linaje será perpetuo (Sal 88)
  • Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza (Rom 4, 13. 16-18. 22)
  • Tu padre y yo te buscábamos angustiados (Lc 2, 41-51a)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

No sería correcto interpretar que la Virgen y san José se “despistaron” en relación a su hijo Jesús a la hora de regresar desde Jerusalén a Nazaret. Y esto por dos razones. En primer lugar, porque el niño Jesús acababa de cumplir 12 años, como el evangelio se preocupa de subrayar. Doce años era y es la edad en la que un niño judío empieza a ser considerado “adulto”: se le declara “hijo de la Ley”, que a partir de ahora tiene la obligación de estudiar, y adquiere también el deber de defender a su pueblo Israel. A partir de los doce años se produce una inflexión en el trato que los padres dispensan a su hijo: un control agobiante ya no sería pertinente, una cierta libertad y capacidad de iniciativa propia resultan ya necesarias. En segundo lugar, en las caravanas de la época los varones y las mujeres caminaban en grupos distintos y diferenciados, mientras que los niños podían elegir libremente entre caminar en uno u otro grupo. Con toda probabilidad María pensaría que iba con José y José con María. Al reunirse al anochecer para acampar es cuando se percataron de su error.

Durante tres días estuvieron buscándolo. María y José nos dan ejemplo de lo que hay que hacer cuando se pierde a Cristo: buscarlo sin parar hasta encontrarlo. Una vez que se ha conocido a Jesús, vivir sin Él es verdaderamente miserable e insoportable: hay que ponerse a buscarlo hasta encontrarlo. Cuando perdemos a Cristo por el pecado mortal, hay que ponerse inmediatamente a buscarlo por el arrepentimiento y la confesión sacramental, en vez de quedarse chapoteando en los propios pecados.

“Tres días” estuvieron buscándolo “angustiados”. Esos tres días fueron como un anticipo del misterio pascual, de la entrega sacrificial del Señor. “Al tercer día resucitó”, decimos en el Credo; al tercer día María y José lo encontraron de nuevo y fue para ellos como un “resucitar” interior de su propia alma. Este episodio prepara a la Virgen, con 21 años de antelación, a vivir el triduo pascual. Estos tres días fueron, para María y José, como un via crucis anticipado por las mismas calles de Jerusalén por las que, años más tarde, Cristo pasará llevando la cruz.

Durante esos tres días María y José no se hicieron ningún reproche. A diferencia de Adán, que reprochó a Eva el que le ofreciera del fruto prohibido, María y José no se hacen ningún reproche. Con ellos empieza una humanidad nueva, cuyo “Adán” es su hijo Jesús. Y en esa nueva humanidad “ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor” (1Co 11,11), sino un “hombre nuevo” (Col 3,10) (cf. Ga 3,27-28). Sufren los dos en silencio y buscan los dos a Jesús, es decir, a Dios.

La respuesta de Jesús cuando lo encuentran en el Templo viene a decirles que era allí, en el Templo, donde debían haberle buscado inmediatamente, porque Él no podía estar en otro lugar distinto de la casa de su Padre. Con esta respuesta Jesús les revela su propio misterio: que el “lugar” donde Él habita siempre es el corazón y la voluntad de su Padre del cielo. Ese es su verdadero hogar. Como dirá más adelante: “mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34).

Al decirles esto, Jesús les recuerda que su prioridad absoluta es el Padre del cielo y su voluntad, y que la obediencia que Él da a José y a María es una obediencia supeditada siempre al Padre del cielo. Porque fue el Padre del cielo quien les dio a Jesús como hijo, tanto a María como a José. Pues Jesús no es fruto de una unión carnal entre María y José, sino que es un don de Dios para María y para José: a los dos les pidió el Padre del cielo que recibieran a Jesús como hijo, en una maternidad y paternidad virginales. Y por eso cuando ahora María le dice a Jesús: “mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados”, María reconoce y proclama que José es verdadero padre de Jesús, porque toda paternidad viene del Padre del cielo (Ef 3, 14-15), que fue quien entregó a su único Hijo como hijo no sólo a ella sino también a él, a san José, en un don virginal.

Nuestros padres terrenos merecen el nombre de “padre” en la medida en que se parecen al único y verdadero Padre, que es el del cielo. “No llaméis a nadie padre en la tierra, porque uno solo es vuestro padre, el del cielo”, dirá Jesús (Mt 23,9). San José es quien más ha merecido el nombre de padre en la tierra, porque es el que más se ha parecido al padre del cielo, porque san José amó virginalmente a María y a Jesús, y el amor virginal, de pura donación, que no reclama nada para sí, que no busca ni siquiera la justa reciprocidad de ser correspondido, es la esencia del Padre del cielo.

José y María eran humildes y reconocieron que no entendieron el alcance de las palabras de Jesús. María y José son los dos santos más grandes que ha habido en la tierra y que hay en el cielo. Pero no dejan de ser dos seres humanos, y la ley de lo humano es la progresión gradual. Necesitarán tiempo para que, con la ayuda de la gracia de Dios, vayan entendiendo lo que Jesús les reveló en aquel momento. Que el Señor nos conceda algo de la humildad de José y de María, de su amor virginal y de su búsqueda ardiente de Dios; para que también en nuestras vidas se revele el misterio de Cristo.