Orar por la transfiguración del mundo

“Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no solo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (…) Y de igual manera el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios” (Rm 8, 19-23. 26-27).

Así pues es la oración la que asume la espera y los gemidos que atraviesan la Creación. A los gemidos de la Creación hacen eco los gemidos que el Espíritu profiere en el corazón de nuestra plegaria. San Pedro precisa que esta transformación que la Creación anhela llegará de un modo inesperado: “El Día del Señor llegará como un ladrón; en aquel día, los cielos, con ruido ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y la tierra y cuanto ella encierra se consumirá. Puesto que todas estas cosas han de disolverse así, ¿cómo conviene que seáis en vuestra santa conducta y en la piedad, esperando y acelerando la venida del Día de Dios, en el que los cielos, en llamas, se disolverán y los elementos, abrasados, se fundirán? Pero esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia” (2 P 10-13). San Marcos afirma que “si el Señor no abreviase aquellos días, no se salvaría nadie, pero en atención a los elegidos que él escogió, ha abreviado los días” (Mc 13, 20). La oración acelera y aligera la transfiguración en Dios de toda la Creación.

El universo material murmura secretamente el nombre de Jesús y compete al ministerio sacerdotal de cada cristiano expresar esta aspiración, pronunciar el nombre de Jesús sobre los elementos de la naturaleza, sobre las piedras y los árboles, las flores y los frutos, la montaña y el mar, dando así cumplimiento al deseo secreto de las cosas, respondiendo así a la larga, muda e inconsciente espera de todos los seres.

También podemos transfigurar el mundo animal. Jesús, que proclamó que ningún pájaro es olvidado por el Padre no ha dejado a los animales fuera de su bondad y de su influencia. Al igual que Adán en el Paraíso, tenemos que dar un nombre a todos los animales; cualquiera que sea el nombre que la ciencia les dé, nosotros invocaremos sobre cada uno de ellos el nombre de Jesús, devolviéndoles así su dignidad primitiva que tan a menudo olvidamos, y recordando que han sido creados y amados por el Padre de Jesús y por Jesús.

Pero es sobre todo en relación a los hombres como el nombre de Jesús nos ayudará a ejercer un ministerio de transfiguración. Pues el nombre de Jesús es un medio concreto y poderoso para transfigurar a los hombres en su más profunda y divina realidad. Esos hombres y mujeres con los que nos cruzamos en la calle, en la fábrica, en la oficina, y sobre todo los que nos resultan irritantes y antipáticos, deben ser abordados con el nombre de Jesús en nuestro corazón y en nuestros labios; pronunciemos silenciosamente sobre ellos ese nombre. Y por el reconocimiento y la adoración silenciosa de Jesús que está encarcelado dentro del pecador, del criminal, de la prostituta, liberaremos a esos prisioneros y a nuestro Maestro. Si vemos a Jesús en cada hombre, si decimos “Jesús” sobre cada hombre, iremos por el mundo con una mirada nueva y podremos, de este modo, contribuir a la transfiguración del mundo.



Autor: André LOUF
Título: L’homme intérieur. Au coeur de l’expérience spirituelle chrétienne
Editorial: Salvator, Paris, 2021, (pp. 196-200)