Domingo de la Pascua de la Resurrección del Señor

15 de agosto 

31 de marzo de 2024

(Ciclo B - Año par)






  • Hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos (Hch 10, 34a. 37-43)
  • Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo (Sal 117)
  • Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1-4)
  • Él había de resucitar de entre los muertos (Jn 20, 1-9)
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En la historia de Jesús habían hablado los hombres pronunciando las palabras que los hombres solemos pronunciar: traición, cobardía, acusaciones falsas o distorsionadas, resentimientos, avaricia, voluntad de poder, cálculos políticos por encima de la verdad etc. etc. Todas estas palabras habían conducido a Jesús a la muerte. Y el sepulcro hacia el que caminaban María la Magdalena y la otra María, un sepulcro nuevo en el que nadie todavía había sido depositado (Jn 19, 41-42), era el lugar en el que había desembocado la historia de aquel hombre excepcional llamado Jesús de Nazaret.

Pero en la alborada de aquel “primer día de la semana”, es decir, de aquel domingo, después de que hubieran hablado los hombres con sus palabras de muerte, iba a hablar Dios, el Cielo iba a tomar la palabra. Y cuando habla el Cielo, la tierra se estremece: por eso se produjo un temblor de tierra y un ángel del Señor vino a decirnos lo que Dios pensaba sobre todo lo que había ocurrido.

El aspecto del ángel era como el relámpago y su vestido era blanco como la nieve. Estamos, pues, ante un ser de luz, y su misma presencia indica que entramos en un mundo nuevo, en el mundo donde todo es luz, porque “Dios es Luz, sin tiniebla alguna” (1Jn 1,4): entramos ya en el Reino de Dios. Y lo primero que el Reino de Dios dice, a propósito de la muerte de Cristo, es “no temáis (…) ha resucitado”, es decir, la muerte no ha sido la última palabra sobre la vida de Jesús de Nazaret, sino que éste, tal como había dicho, ha vencido a la muerte. Y la prueba de ello era que el ángel que les hablaba estaba sentado sobre la “gran piedra” que cubría la entrada del sepulcro (Mt 27,60) y que él mismo había corrido. De modo que lo que parecía un callejón sin salida -una tumba cerrada con una gran piedra-, ya no tenía ahora ningún carácter agobiante y cerrado.

“Venid a ver el sitio donde yacía”, les dice el ángel a las mujeres. Lo que parecía la estación término del viaje de la vida, resulta que ha sido un humilde apeadero en el que se ha esperado el definitivo tren de la Vida. Por eso quiere el ángel que lo vean las mujeres: para que se cercioren de lo que más tarde dirá san Pablo: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?” (1Co 15,55). Por eso el poeta católico Paul Claudel hizo escribir en su tumba: “Aquí yacen los restos y la semilla de Paul Claudel”. El sepulcro ya no es el lugar donde se depositan los “restos” de una existencia humana, como si dijéramos “lo que ha sobrado”, sino que esos restos son “semilla” del hombre nuevo, es decir, del verdadero, único e irrepetible ser de ese hombre cuyos restos depositamos en el sepulcro, tal como afirma san Pablo: “Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual” (1Co 15,42-44). Tal es el don que Cristo, con su muerte y resurrección, nos ha regalado. Y llegará un día, por la misericordia de Dios, en que visitaremos nuestra propia tumba y la recordaremos como un misterioso útero en el que se gestó el definitivo y glorioso ser de cada uno de nosotros.

El ángel les transmite el encargo de anunciar a los discípulos la resurrección del Señor y de darles cita en Galilea. Y cuando ellas parten a toda prisa para cumplir esta misión, el propio Señor les sale al encuentro y les dice tres cosas:

1) “Alegraos”: la alegría es dada como una orden, porque si Cristo ha resucitado, lo ha hecho como “primicia” de los que han muerto (1Co 15,20), por lo tanto como realización anticipada de lo que nos espera a cada uno de nosotros. Eso significa que el ser personal, único e irrepetible de cada uno de nosotros, no se perderá en el vacío ni se disolverá en el todo cósmico (como si ese todo fuera la matriz de la que ha surgido nuestro ser), sino que será ese ser personal de cada uno el que recibirá la piedrecita blanca con su verdadero nombre (Ap 2,17). La alegría sólo es posible si no se pierde cada rostro humano.

2) “No tengáis miedo”. La historia humana se basa, en gran medida, sobre el miedo, que es una de las fuerzas más poderosas que mueven a los hombres. Si Cristo ha vencido a la muerte, quienes son de Cristo y están con Él, ya no tienen que regir su conducta por la ley del miedo, sino por la ley de Cristo, que es la caridad, ya que la caridad ha derrotado a la fuente de todos los miedos, la muerte.

3) “Que vayan a Galilea, allí me verán”. Galilea es el lugar de los comienzos, la historia de Jesús, como dijo san Pedro, “empezó en Galilea” (Hch 10,37). Volver a Galilea es volver al “amor de antes” (Ap 2,4), a aquel momento precioso en el que aquellos hombres se encontraron con Jesús y éste les dijo: “Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres” (Mt 4,19) y ellos le siguieron. Volver a Galilea significa que la misión de anunciar a los hombres el Reino de Dios sigue vigente, que la retomamos, porque Cristo ha resucitado.