Domingo de Ramos

15 de agosto 

24 de marzo de 2024

(Ciclo B - Año par)






Procesión:

Jesús viajaba siempre a pie, excepto cuando atravesaba el lago de Galilea, que lo hacía en barca. Por lo tanto debió de constituir una sorpresa desconcertante verlo empeñado en entrar en Jerusalén no como un simple peregrino sino montado en un asno. Había hecho todo el camino hasta Jerusalén a pie y, cuando ya quedaba muy poco, cuando estaban ya en el monte de los Olivos, Jesús se empeñó en que trajeran un borrico y en entrar cabalgando sobre él en la ciudad santa.

¿Por qué se empeñó en ello? Sin duda alguna porque quería hacer ver que Él era el Rey prometido por el profeta Zacarías para los últimos tiempos: “¡Exulta sin freno, hija de Sión; grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene aquí tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna” (Za 9,9).

La imagen de un rey montado en un pollino tiene algo de desconcertante: un rey monta en un caballo, en un brioso y mayestático corcel. Sin embargo ya Zacarías había dicho que ese rey sería humilde. La humildad del rey que es Jesús se manifiesta también en que el asno sobre el que cabalga no es suyo, es prestado, en que no tiene tampoco silla de montar y en que no lleva soldados con él. Por lo tanto no es un rey convencional, como todos los reyes de este mundo. De hecho Él dirá ante Pilato: “Mi reino no es de este mundo”.

La gente, al ver llegar así a Jesús, alfombra el camino con sus mantos. Éste es un gesto que tiene un precedente bíblico: cuando el profeta Eliseo mandó ungir rey de Israel a Jehú, inmediatamente quienes estaban con él se apresuraron a “tomar cada uno su manto que colocaron bajo él encima de las gradas” (2Re 9,13). El gesto significa que reconocen como ungido del Señor a aquel bajo cuyos pies colocan sus mantos. La gente también gritaba: “¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David!”.

Este grito ya nos anuncia que hay un equívoco grande en esta situación. Porque Jesús nunca había anunciado la llegada del reino de David sino la llegada del Reino de Dios. El reino de David, aunque fuera querido por Dios, fue un reino humano más, un reino político, con su ejército, con sus impuestos, con todo el aparato humano que comporta un reino político. Nada de esto hay en Jesús, ningún poder mundano le acompaña, Él sólo trae consigo su persona; a Él sólo le interesa la relación de cada uno de nosotros con Dios. Por eso los mismos que ahora le aclaman gritaran el viernes santo: “¡Crucifícale!”.
¿Y yo que quiero de Jesús, que arregle este mundo o que traiga el Reino de Dios?


Misa:
  • No escondí el rostro ante ultrajes, sabiendo que no quedaría defraudado (Is 50, 4-7)
  • Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Sal 21)
  • Se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó sobre todo (Flp 2, 6-11)
  • Pasión de nuestro Señor Jesucristo (Mc 14, 1 - 15, 47)
  • Homilía: pulsar aquí para leer la homilía en formato pdf

Desde el inicio de su evangelio, san Marcos ha hecho notar que Jesús, con sus “acciones de poder” (exorcismos y curaciones), ha desvelado, de manera casi natural, el misterio de su personalidad. Y por eso muchas personas lo han reconocido como “el Santo”, “el Hijo de Dios”, “el Mesías”. Sin embargo, siempre o casi siempre Jesús ha impuesto un silencio total a quienes proclamaban en voz alta su identidad de Mesías o de Hijo de Dios. Ahora, sin embargo, al llegar a la pasión, Jesús va a hacer todo lo contrario: Él mismo va a proclamar ante las autoridades judías y ante Pilato el secreto de su personalidad, de su profunda identidad.

Ante los sumos sacerdotes, los ancianos del pueblo y los escribas, Jesús se declara Mesías e Hijo de Dios, afirmando que lo verán “sentado a la derecha de Dios, viniendo sobre las nubes del cielo”. Esto le vale la acusación de blasfemo y provoca el que sea declarado reo de muerte; a continuación, empiezan a escupirle, le cubren el rostro con un velo y lo abofetean.

Ante Pilato, Jesús se declara rey de los judíos. Esta respuesta no es tan clara como la que dio ante los sumos sacerdotes y los escribas, porque es difícil saber en qué sentido Jesús es “rey de los judíos”, ya que no tiene armas, ni ejército, ni predica la rebelión contra el emperador. Sin embargo, Pilato la toma suficientemente en serio como para azotarlo, coronarlo de espinas y ponerla como título de la condena sobre la cruz: INRI, “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”.

Y una vez que Jesús es clavado y levantado en la cruz se produce el juicio de este mundo, que va a depender de la actitud que cada cual tome ante el Crucificado. Los sumos sacerdotes no pueden reconocer el poder de Dios en alguien que está clavado en una cruz; por lo tanto, Jesús no puede ser el enviado de Dios, el Mesías salvador. Y lo dicen claramente: “Que baje ahora de la cruz para que veamos y creamos”. Es decir, si ha venido a librarnos del dolor, que se libre Él mismo del dolor y creeremos en Él; pero difícilmente nos podrá librar del mal a nosotros, ni no se puede libar Él mismo. El razonamiento es impecable desde un punto de vista puramente humano; lo que ocurre es que el punto de vista de Jesús no es humano sino divino, y Dios no coincide con nosotros en Su peculiar manera de vivir la historia y de estar en el mundo. Porque la manera de estar de Dios en la historia humana es la Cruz. ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?, se preguntan ampulosamente algunos; la respuesta es: en aquellos que eran asesinados en las cámaras de gas.

Sin embargo, hubo un hombre, por lo menos uno, un pagano, el centurión romano que había sido encargado por Pilato de dirigir la ejecución de Jesús, que viendo cómo moría Jesús, dijo en voz alta: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. Algo vería el centurión, en la manera de sufrir y morir de Jesús, que le impulsó a decir estas palabras, a creer en Él.

El desafío, queridos hermanos, no es “librarse de la cruz”, sino vivir la cruz con “aquella admirable paciencia con que el más bello de los hijos de los hombres ofreció su rostro, lleno de hermosura, a los salivazos de los malvados; sus ojos, cuya mirada gobierna el universo, al velo con que se los taparon los inicuos; su espalda a los azotes, su cabeza, venerada por los principados y potestades, a la crueldad de las espinas; toda su persona a los oprobios e injurias; aquella admirable paciencia, finalmente, con que soportó la cruz, los clavos, la lanzada, la hiel y el vinagre, todo ello con dulzura, con mansedumbre, con serenidad”, como escribe el beato Elredo. El verdadero desafío es asumir la cruz que nos toca a cada uno con esta confianza infinita en el amor de Dios.