Desesperación y esperanza

Confrontado con las dificultades y los obstáculos para la realización completa de la existencia que la vida comporta, el hombre puede caer fácilmente en la desesperación, que consiste en el convencimiento de que la realidad en su conjunto no permite, en modo alguno, esperar que la realización de la existencia será posible. El desesperado eterniza ante sí la situación presente de fracaso o de mal, considerando que siempre será así. El desesperado no sólo contempla, no sólo tiene ante sí esta repetición sombría, esta ‘eternización’ de una situación en que se ve aprisionado como un barco aprisionado por los hielos; por una paradoja difícilmente concebible anticipa esta repetición, la ve a cada instante, y tiene al mismo tiempo la amarga certeza de que esta anticipación no le dispensará de tener que seguir sufriendo la prueba día a día, indefinidamente, hasta la extinción, que también anticipa, pero no como un remedio, sino como un supremo ultraje al desaparecido. La desesperación es como un encantamiento, o, más exactamente como un maleficio, cuya acción maléfica se ejerce sobre la sustancia misma de la vida.

Esta (falsa) contemplación de la realidad ejerce sobre el desesperado una fascinación de carácter maléfico puesto que genera una inmovilización y como una congelación de la vida del alma. En la desesperación el ser no vuelve a enderezarse, inmovilizado en una especie de suicidio demorado. El error del desesperado consiste en creer que hay situaciones en que no subsiste ninguna posibilidad de esperanza: este error, que actúa por fascinación, sumerge al desesperado en un vértigo que provoca la destrucción de su ser interior, un verdadero derrumbamiento ontológico. El ser ya no espera nada de nadie; se identifica con su soledad.

La desesperación es la negación del espíritu de infancia, porque éste es esencialmente resurgimiento, comunión espontánea con el mundo y con los hombres, transparencia, disponibilidad, acogimiento. El espíritu de infancia es espíritu de amor en el “retorno fontal” de la vida al seno de su propio esplendor, como ha dicho Péguy al hacer de la esperanza “una niña”. La desesperación es la antítesis del espíritu de infancia, porque aquella es fundamentalmente deseo, cálculo, apego a la seguridad, en el estadio de sus irremediables fracasos, mientras que éste es oposición absoluta a toda sabiduría, desengañada o calculadora, que se basa en un determinado conjunto de experiencias de repertorio.

El desesperado, que aparta de sí la esperanza y queda, por consiguiente, “sin esperanza” no es, estrictamente hablando, un desilusionado. No ha experimentado jamás la irrealización, sino que la anticipa. La desesperación es anticipación de la irrealización. Sólo quien espera realmente no anticipa nada; se muestra abierto a una realización futura, de la que al mismo tiempo sabe que desconoce sus medidas y su tiempo.

La esperanza consiste en el acto mediante el cual queda superada y vencida la tentación de la desesperación. El crédito que la desesperación se niega a conceder al mundo, lo incluye y encierra en sí la esperanza. La esperanza afirma que deberá ser restaurado cierto orden; que la realidad está conmigo en mi esfuerzo porque así sea. Lo peculiar de la esperanza radica en que no utiliza ninguna técnica, no se apoya en cálculos sobre las probabilidades de éxito, y no puede, por consiguiente, verse rebatida por las experiencias contrarias. La esperanza consiste más bien en una actitud que, viendo bloqueados todos los caminos de la acción en el plano empírico, pasa al plano superior de la transcendencia.

La esperanza es la actitud por la cual el hombre se rebela contra un espectáculo sofocante, amenazador, contra un mundo que le aparece como un callejón sin salida, como prisión eterna. La esperanza surge como “perforación del tiempo” y “memoria del futuro”. Por la esperanza, aun cuando nos digan que el caso no tiene ya remedio, que es incurable, no aceptamos el mal como irremediable. Esperamos en el progreso creativo del ser, desafiando las predicciones de la “experiencia calculadora y objetivante” que pretende paralizar el dinamismo de la realidad y el futuro. La esperanza no tiene en cuenta lo que depende y lo que no depende de mí, precisamente porque se funda en algo que supera los cálculos y toda contabilidad: ella confía en la fuerza creadora de la realidad.

De todas las experiencias concretas de aproximación al misterio ontológico, la esperanza es la que anuncia más claramente su relación con la transcendencia. Ella afirma que hay en el ser un principio misterioso de convivencia conmigo mismo, que no puede no querer lo mismo que yo quiero, al menos si lo que yo quiero merece efectivamente ser querido, y es en realidad querido por todo mi yo. Pero la esperanza es realmente inconcebible si no es como una llamada inmediata, aunque implícita, a un ser transcendente. El escritor agnóstico Cesare Pavese se pregunta: “¿Acaso alguien nos ha prometido algo? Y, entonces, ¿por qué esperamos?”.

La esperanza está emparentada con algunas actitudes existenciales que le son concomitantes, tales como la humildad y la paciencia. La humildad otorga al hombre la disponibilidad para abrirse a una fuente que está más allá del mundo visible, una fuente que no reside en los recursos del yo, porque no hay nada en el yo que la garantice. Sólo es esperanza auténtica la que va a aquello que no depende de nosotros, cuyo resorte es la humildad, no el orgullo. La paciencia comporta acoger el sufrimiento o el fracaso como una prueba, sin ponerlo ante sí como algo irreductiblemente problemático, sino, en cierto modo, recibirlo dentro de sí, hacerlo suyo, es decir, participar en una misteriosa red de relaciones en las cuales hay que apoyarse para, al mismo tiempo, comprometerse y desligarse. La paciencia nos lleva a considerar la prueba como “parte de uno mismo”.




Autor: F. COLOMER FERRÁNDIZ
Título: Palabras sobre el hombre. Apuntes para una antropología filosófica
Editorial: Instituto Teológico San Fulgencio, Murcia, 2020, (pp. 282-286)