IV Domingo de Cuaresma

15 de agosto 

10 de marzo de 2024

(Ciclo B - Año par)





  • La ira y la misericordia del Señor serán manifestadas en el exilio y en la liberación del pueblo (2 Cron 36, 14-16. 19-23)
  • Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti (Sal 136)
  • Muertos por los pecados, estáis salvados por pura gracia (Ef 2, 4-10)
  • Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3, 14-21)
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Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que sea levantado el Hijo del hombre, para que el que crea tenga en él vida eterna. El evangelio de hoy remite a un episodio del peregrinar de Israel por el desierto camino de la tierra prometida, cuando los israelitas murmuraron contra Dios y contra Moisés diciendo: “¿Por qué nos habéis subido de Egipto para morir en el desierto? Pues no tenemos ni pan ni agua, y estamos cansados de ese manjar miserable (= el maná)” (Nm 21,5). Este pecado de increencia, de falta de fe en el plan de Dios, en su designio salvífico, hizo que el Señor enviara unas serpientes venenosas que mordían a los israelitas; entonces Moisés intercedió por ellos y el Señor le mandó construir una serpiente de bronce puesta sobre un mástil “y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” (Nm 21,9).

Este episodio tiene un profundo significado: es como una explicación del pecado original y como una profecía de Cristo elevado en la cruz. Por un lado nos recuerda que estamos heridos por la mordedura de “la serpiente antigua, el llamado diablo y Satanás, el seductor del mundo entero”, como dice el Apocalipsis (Ap 12,9), y que esa mordedura ha inoculado en nosotros el veneno de la increencia, de la duda, del cansancio, de la deserción de nuestra adhesión al plan de Dios (porque se realiza por caminos ‘desagradables’). Por otro lado nos anuncia que hay un remedio para ese mal y que ese remedio es la fe en Dios: en vez de mirarnos a nosotros mismos y a nuestras condiciones reales de vida, mirar a Otro, mirar a Dios, mirar a Cristo elevado sobre el mástil de la cruz. Pues el rito de mirar a la serpiente de bronce no salvaba a los hebreos de manera mágica, sino a causa de su significación simbólica que era precisamente ésta: apoyarse en Otro, recurrir a Dios. Así lo explica ya el Antiguo Testamento, en el libro de la Sabiduría: “el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos” (Sb 16,7).

¿Por qué “es necesario”, como afirma Jesús, que Él sea crucificado para que se realice el plan de Dios? Porque el veneno de la desconfianza en Dios, de la increencia, que la serpiente ha inoculado en los hombres, sólo puede ser sanado haciendo ver que Dios no es tal como dice la serpiente, sino que Dios es Amor (1Jn 4,16). La serpiente le dijo a nuestra madre Eva que Dios era un ser envidioso de nuestra posible felicidad, un ser que nos mira como a ‘rivales’ a los que él tiene que humillar para dejar muy claro que el más poderoso es él: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día que comiereis de él (= el árbol prohibido), se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn 3,4-5). Y la única manera de arrancar de nuestra sangre este veneno de la sospecha y la desconfianza hacia Dios es mostrar que Dios es Amor y que lo sigue siendo incluso cuando el hombre lo hiere, lo desprecia, lo insulta, lo ridiculiza y lo mata. Porque incluso entonces Él sigue amándonos. Y eso es la cruz: “Padre, perdónales, porque no saben lo que se hacen” (Lc 23,34). O como dice san Pablo: “en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir-; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5, 7-8). Por eso “era necesaria” la cruz: para curarnos de la desconfianza y del resentimiento que la serpiente ha puesto en nosotros.

Pero para que esa curación sea efectiva es imprescindible la fe, que aquí se describe como un mirar a Cristo en vez de seguir mirándome a mí mismo. Mirar a Cristo en la cruz significa que yo me des-centro de mí mismo y me centro en Él, que acepto mirarme a mí mismo, y a los demás, y a toda la realidad desde Él, con la mirada de Él, tal como Él nos mira desde la cruz. Y así nace en mí un hombre nuevo. “Padre, ¿cómo puedo perdonarme a mí misma?” me preguntó una vez una mujer. “Apoyándote en Cristo, mirándote a ti misma con la mirada con la que te mira Él”, le respondí. “Mirarán al que traspasaron”, profetizó Zacarías (Za 12,10). El hombre nuevo depende de la orientación de la mirada, como ocurrió cuando Pedro caminaba sobre las aguas: mientras miraba a Cristo, el milagro era posible; en cuanto empezó a mirar la fuerza del viento y la violencia de las olas, se hundió (Mt 14,23-33).

Hay un extraño misterio que se opone a la fe: que los hombres prefieren las tinieblas a la luz porque sus obras son malas. La luz es el Amor de Dios; las tinieblas son el egoísmo atroz que llevamos dentro. El Señor nos avisa para que lo controlemos, para que no le permitamos que nos lleve a hacer el mal y a odiar a la luz. Quien ama la luz llama mal al mal, pecado al pecado, asesinato a lo que es un asesinato; quien ama las tinieblas es capaz de llamar a todo eso “derechos”, como ocurre en el aborto. Que el Señor nos conceda la humildad de la luz: mejor es reconocernos pecadores que negar que hemos pecado.