XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

15 de agosto 

31 de julio de 2022

(Ciclo C - Año par)





  • ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?  (Ecl 1, 2; 2, 21-23)
  • Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación (Sal 89)
  • Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo (Col 3, 1-5. 9-11)
  • ¿De quién será lo que has preparado? (Lc 12, 13-21)
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La liturgia de la Palabra de este domingo nos recuerda, en sus tres lecturas, que hay dos niveles distintos de nuestra existencia: el nivel terreno, histórico, en el que actualmente nos encontramos y el nivel superior, el del Reino de Dios, inaugurado por la resurrección de Jesucristo, que está sentado a la derecha de Dios. La primera lectura lo expresa con una bella fórmula: “bajo el sol”. “Bajo el sol” significa la existencia terrenal, histórica, actual. Y de ella se nos dice que está  marcada por la “vanidad”. “Vanidad” equivale a decir vaciedad, inconsistencia, algo que no puede en modo alguno saciar los anhelos del corazón del hombre.

Por eso san Pablo, en la segunda lectura de hoy, nos exhorta a buscar “los bienes de arriba, no los de la tierra”. Con ello no se quiere decir que los bienes de la tierra no sean verdaderos bienes, sino tan solo que todos ellos están marcados por un coeficiente de “vanidad” que los hace incapaces de dar un cumplimiento cabal a lo que el corazón del hombre anhela. La primera lectura lo dice de manera muy gráfica: “Hay quien trabaja con destreza, con habilidad y acierto, y tiene que legarle su porción al que no la ha trabajado. También esto es vanidad y gran desgracia”. Esto es lo que ocurre “bajo el sol”.

Al cristiano se le pide que, aun estando en la existencia terrena, no asuma la historia como horizonte de su actuación, sino que actúe “amasando riquezas ante Dios”, es decir, que el horizonte vital que guíe su obrar no sea la inmanencia de la historia humana, sino la transcendencia del Reino de Dios. Porque a los cristianos no se nos ha prometido la historia, sino el Reino: “Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria”. 

El hombre rico de la parábola del evangelio es un ejemplo de lo que significa obrar según el horizonte de la historia, es decir, actuar como si la existencia “bajo el sol” fuese todo lo que hay, como si la esperanza del hombre no pudiera ir más allá de los límites de esta vida terrenal. Si así fuera, habría que dedicarse a “amasar riquezas para sí”, como hace ese hombre en la parábola. Pero “si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!” (1Co 15, 19). La fe en Cristo, el cristianismo, no es para solucionar los problemas de nuestra actual vida terrena, sino para entrar en el Reino de Dios, para participar de la resurrección gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.

El hombre rico del evangelio de hoy cree neciamente que su vida depende de sus bienes, ignorando la primera gran verdad de la Revelación bíblica, a saber, que la vida –el ser- es un don de Dios y que su duración temporal tiene un término fijado de antemano por el mismo Dios. Por eso es cierto, como dice la sabiduría popular, que “nadie se muere la víspera”, sino que cada uno muere cuando agota el plazo de existencia temporal que Dios le ha otorgado de antemano. “Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?”.

La sabiduría, en cambio, consiste en vivir de cara a Dios, rebasando el horizonte “bajo el sol”. Pero eso comporta una dura lucha en la que “hay que dar muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría”. Se trata de no dejarse llevar por los impulsos que nacen en nosotros de lo que san Pablo llama “la carne”. La carne no es el cuerpo, sino el conjunto de actitudes espirituales contrarias al Espíritu de Dios, los deseos de la criatura pecadora, los planteamientos de vida hechos al margen de Dios. Y como lúcidamente señala el mismo Pablo, “las tendencias de la carne llevan al odio a Dios” (Rm 8, 7).

Todas estas tendencias constituyen nuestra “vieja condición humana”, de la que nos hemos de despojar para revestirnos de “la nueva condición”. El cambio, místicamente operado ya en el bautismo, es existencialmente muy trabajoso de actuar: supone abandonar nuestra espontaneidad natural para sustituirla con una nueva espontaneidad, la que crea en nosotros el Espíritu Santo, el dedo de la derecha del Padre, que escribe en nuestro corazón la ley del Señor, de tal manera que obedecer al Señor se convierte en seguir lo que nuestro corazón, lleno del Espíritu Santo, nos pide. Que el Señor nos lo conceda.